La Memoria
anual de actividades de la Iglesia Católica resulta más
oportunista que esclarecedora de lo que puede aportar hoy el
confesionalismo educativo.
“Detrás de cada X hay
una historia”, anunciaba un franja lateral del ABC digital
este pasado día 02.03.2017 por iniciativa de Xtantos, una web
bajo la que hay “una llamada a contribuir con la labor de la
Iglesia católica: millones de personas que luchan por hacer una
sociedad mejor por
amor de Dios”.
IRPF “aconfesional”
El precedente de esta
campaña publicitaria es la disposición adicional 46ª de los PGE
correspondientes a 2016, que mostraba, igual que ha sucedido
desde la Ley de Presupuestos del 28.12.2006, la revisión que se
había hecho al alza, hasta el 0.7%, de la asignación tributaria que
la Iglesia percibía “provisionalmente” desde 1988. Hasta
entonces era el 0,5239% del IRPF de las personas físicas que
marcaran la casilla correspondiente al “sostenimiento de la
Iglesia”.
Desde enero de 2007 esa
reformulación tiene “carácter indefinido” y en su origen está
el “desarrollo de lo previsto en el artículo II del Acuerdo entre
el Estado Español y la Santa Sede sobre Asuntos Económicos, de 3 de
enero de 1979”. Incluyó, además, que no hubiera merma de lo
percibido el año anterior; se regularizaría todos los años con
referencia “a la última liquidación practicada”. Nunca en estos
acuerdos se excluyeron otras aportaciones en forma de exenciones y
recursos a cuenta de Hacienda u otros Ministerios, Comunidades
Autónomas, Ayuntamientos u otras instituciones públicas, incluidos
los conciertos educativos de los “colegios católicos”. Ni se
contabilizaron los ingresos y estipendios que la Conferencia
Episcopal, las Diócesis o que los religiosos y sacerdotes pudieran
percibir de las demandas de culto litúrgico -como bautizos, bodas y
funerales-, amén de limosnas, donativos, fundaciones o legados que
los fieles o devotos tuvieran a bien darles o legarles a cambio de
diversos actos rituales, devocionales o procesionales.
Antes de que se
ratificara el acuerdo de 28.07.1976 y se llegara a los cuatro
Acuerdos vigentes entre España y la
Santa Sede el 03.01.1979 –secuencia pactada muy al filo de la
Constitución de 1978-, el Estado no se había declarado
“aconstitucional”. Esta ambigua fórmula conceptual que ahora se
adoptaba supuso, según sentencia del Tribunal Constitucional
del 15.02.2001, establecer en la práctica no una laicidad
estricta como la vigente en Francia desde
1905 con la Ley Briand –que se trató de mantener alejada en
España- , sino una “idea de aconfesionalidad o laicidad positiva”,
una especie de sí pero no, en continuidad con “el componente
religioso perceptible en la sociedad española”. Es decir, dar
prioridad al poso que el tiempo había instituido como habitual modo
de convivencia, al menos desde el Concordato de 1953, cuando el
Estado se había declarado “confesional”. En ese tiempo, ser
español y católico a muchos llegó a parecerles consustancial, de
acuerdo con lo aprendido en muchas aulas durante un tiempo más largo
que el de la educación nacional-católica. Todavía se declaran
católicos aunque no practiquen; mantienen que lo no católico no
pertenece a la nación española e insisten en que su decadencia está
ligada a su secularización, un tópico que William
Kallahan ya detectó en la primera mitad del XIX.
El largo Estado
confesional
El Concordato de 1953
supuso una gran disponibilidad de recursos y un poder excepcional
para la Iglesia Católica. Un antecedente de lo que para entonces ya
sucedía en toda España desde abril de 1939, y que en los lugares
donde los sublevados contra la República ya sucedió desde el inicio
del golpe de Estado, consta en el
acuerdo de 07.06.1941 por el que los vencedores acordaron con el
Vaticano respetar la parte sustantiva del Concordato de 1851: sus
cuatro primeros artículos. Este Concordato adquiere de este modo una
importancia crucial en la transmisión de las aspiraciones temporales
del catolicismo.
Le habían precedido unas
difíciles negociaciones en que se buscaba el reconocimiento del
Vaticano, cuando todavía el Papa tenía gran relevancia en la
política europea y, en España, Fernando VII había dejado a su hija
Isabel II acosada por el absolutismo carlista. El Papa –y sus
delegados los obispos- aceptaban las desamortizaciones de bienes
eclesiásticos realizadas y confirmaba los derechos de la Corona en
la presentación de cargos episcopales. En contrapartida, el Estado
español, se responsabilizaba de sostener al clero y los edificios
del culto, financiaba los seminarios, reconocía a los obispos
jurisdicción sobre su actividad, y que pudieran acceder a nuevas
propiedades y reinstaurar congregaciones religiosas. Después
de reconocer al catolicismo la exclusiva “como única religión
de la nación española” (art. 1), se exigía que la enseñanza de
todos los niveles educativos había de adecuarse “a la pureza de la
doctrina de la fe” (art. 2). De una y otra parte se esperaba una
conciliación de intereses a través de la cooperación en cuanto a
costumbres y educación. Pero el problema seguiría en los límites:
ni el liberalismo moderado estaba muy dispuesto a que la Iglesia
impusiese la política pública, ni la Iglesia y sus partidarios
cederían en sus pretensiones absolutas, razón de las peleas y
desavenencias que culminaron en el posicionamiento frente al laicismo
republicano. El miedo de los eclesiásticos a perder presencia les
llevó siempre a ver cada coyuntura como algo accidental, sin
desesperar nunca de la posibilidad del dominio católico universal,
pues según predicaban, toda la humanidad procede de Dios, de quien
se sentían representantes.
La vuelta en 1953 a los
principios fundamentales del Concordato de 1851 –presente ya en los
primeros decretos de los antirepublicanos- fue una forma de pago a la
Iglesia por su colaboración. La beneficiaria del control y
censura de la educación, el arte y las costumbres sociales hasta la
Constitución de 1978, se había empeñado a fondo. La gran mayoría
del clero y sus obispos –salvo excepciones- o el Congreso de Acción
Católica en Burgos, en septiembre de 1936, aprobaron con entusiasmo
que la guerra era una “cruzada” en que se dilucidaba –como
pregonaba Pla y
Deniel el 28.09.1936- la agustiniana lucha entre la ciudad de
Dios y la ciudad del Diablo. La connivencia pronto dio en llamarse
nacionalcatolicismo o catolicismo de Estado y privilegió la versión
más conservadora del catolicismo. En los años sesenta, algunos
sectores abiertos a lo que entendieron daría de sí el Concilio
Vaticano II, mostraron otras maneras de entender el cristianismo,
algunas muy liberadoras, pero pronto quedaron marginadas de la
oficialidad católica, que volvió a privilegiar un espiritualismo
individualista, propicio a posicionamientos neoconservadores próximos
a las políticas neoliberales.
El agustinismo de Pla y
Deniel remonta esta historia de temporalidades eclesiásticas a
varios siglos antes. Aunque algo tortuoso, ese trayecto es muy
aconsejable si se quiere contextualizar el mensaje reciente de la
Conferencia Episcopal Española a propósito de “la historia de la
X” en la casilla del IRPF. Fue con el Edicto de Teodosio, el
27.02.380, cuando el cristianismo empezó a ser la religión oficial
del Estado. Su autoridad, que abarcaba entonces a todo el Imperio
romano, proclamaba la ortodoxia del Concilio de Nicea frente a otras
doctrinas, y que sólo los creyentes en la Trinidad asumían el
título de católicos –universales- señalando a los demás como
“herejes” y “locos insensatos”. “Sus lugares de reunión
–por tanto- no
serán considerados como iglesias y serán destruidos tanto por la
venganza divina como por nuestra iniciativa, que tomaremos de acuerdo
con el arbitrio celeste”. (Edictum
ad Populum urbis Constantinoplae). Antes
de que muriera Teodosio en 393, la Roma católica –émula del duro
imperialismo de los césares- empezó a ejercer esa
posición dominante y exclusiva, no sólo contra los disidentes sino
también contra las religiones “paganas”.
Podemos saltarnos los
casi 16 siglos que median hasta 1789, en que entra en crisis el poder
religioso omnímodo que tuvieron en el Antiguo Régimen. Pero sin
olvidar que el criterio moral, social, político y cultural dominante
de esos 1.591 años lo ejerció la Iglesia de manera casi absoluta.
Con el Cisma de Oriente (1054) perdió mucho, y con la disputa por el
poder con las monarquías modernas nacientes, en torno al Cisma de
Avignon (de 1378 a 1417), también. Esas pérdidas acentuaron la
reacción a las tesis de Lutero en 1517, cuando el poder político y
económico que se amparaba bajo la autoridad doctrinal del Papa se
puso en entredicho. La libertad de leer la Biblia sin intermediarios
adelantó la modernidad del conocimiento con Bacon, Galileo o
Descartes, pero la
disputa por el control político entre papistas y antipapistas
desarrolló nuevas alianzas estratégicas. Las monarquías que se
sucedieron en España ligaron su destino –y el de sus súbditos- al
prestigio papal: un toma y daca de matrimonios de conveniencia,
coronaciones, guerras de religión, reparto del destino y riquezas
de América… Reaccionarias actitudes inquisitoriales, gastos
suntuosos a espaldas de las necesidades del tercer Estado y
fundaciones más o menos piadosas acompañaron a la persecución de
lo establecido en el Concilio de Trento. Y con la Contrarreforma,
aparecieron –cómo no- los instrumentos
educativos
para acrecentar la fidelidad de los vástagos de quienes tenían
poder social: los colegios jesuíticos y su ratio
studiorum (1599)
datan
de entonces.
Y
pese a esos esfuerzos por situar el dominio eclesiástico en las
altas esferas de las decisiones políticas, de esos mimbres saldrían
algunos prohombres del pensamiento ilustrado como Voltaire. Sus
cartas filosóficas, sus peleas contra el fanatismo, sus sátiras e
ironías contra el cándido optimismo y, sobre todo su defensa de la
tolerancia y la libertad de pensamiento, de que dejó sobrada
constancia en su Diccionario
filosófico (1764),
planteaban un mundo distinto, opuesto incluso al que,
predominantemente, venía defendiendo la Iglesia. Más allá de
posiciones excepcionales, más abundantes en el clero bajo, las
actitudes en que se fue implicando prioritariamente el Papado y la
jerarquía católica desde 1789 hasta el presente ilustran bien el
“impacto” a que se refiere la Conferencia Episcopal Española al
auditar la múltiple actividad “social” de la Iglesia en España.
Permiten advertir continuidades significativas. Por ejemplo, si se
estudia de qué lado se pusieron en
la primera restauración
absolutista española, entre 1814-1820, o cuando
la Santa Alianza
envió los “100.000 hijos de San Luis”, en 1822, para “liberar”
a Fernando VII del constitucionalismo de Cádiz. La pérdida
inminente de Roma el 20.09.1870, como último reducto de poder
temporal de Pío IX, es redundante en muchos aspectos
complementarios. Elevó su autoridad doctrinal en el Concilio
Vaticano I que se estaba celebrando, y lo encastilló –como
“prisionero”- a la defensiva durante largo tiempo frente a “toda
modernidad”, como se impuso
al clero entre 1910
y 1967. La convulsión producida marcó la sensibilidad social
eclesiástica: basta ver de qué lado se puso la caridad “social”
que promovió la
Rerum
novarum
en 1891,
cuando el “movimiento obrero” llevaba más de medio siglo en
marcha e incluso Bismarck se había pronunciado a favor de un Estado
de “seguridad social” que limitara el absoluto derecho de
propiedad de la Economía política. Más cerca, y sin
entrar en cómo hayan sido o sigan siendo
las afinidades selectivas de muchos obispos, ahí están
en sus propios medios
informativos sus apoyos a doctrinas e intereses no impelidos
precisamente por las urgencias democráticas.
El
“impacto” de ahora
Sin conocer ese pasado de
hegemonía y exclusividad es difícil comprender por qué tenga
interés hablar de las relaciones de la Iglesia con la LOMCE y con un
posible pacto educativo. Más tonto es soportar un marketing
equívoco sobre aportación de recursos del Estado vía IRPF para
atraer posibles descontentos en un momento de hartazgo y desilusion
ciudadana. Si solo fuera cuestión de publicidad, esta apuesta de
Xtantos solo sería una campaña publicitaria más. E igual
cabría decir de la cuantificación del supuesto “impacto social”
que atribuye a su uso la reciente Memoria. Sería una de
tantas que inundan nuestro mundo mediático de continuo. El problema
es que, sin entrar en el detalle de sus confusos ingredientes
analíticos, metodología seguida y comparativas de lo cuantificado-,
en este asunto todos estamos implicados queramos o no, valoremos o no
lo religioso.
El contexto último de
esta publicidad es significativo. Que la Iglesia haya tenido que
encontrar alianzas dentro
del Tribunal de Cuentas para que los capítulos de lo recaudado
por esta vía de los ingresos públicos, no tuvieran que ser
detallados, o la prisa por la que la propiedad
registral de la Iglesia haya sido tan acelerada desde 1998 y a
contracorriente de muchas demandas ciudadanas, no coordinan con lo
que pretende destacar esta Memoria. Qué suceda con los
recursos públicos totales o cuáles sean sus preferencias de la
Iglesia en la distribución de lo que le proporciona el Estado son
cuestiones que ofrecen flancos bastante oscuros al “impacto” de
la actividad eclesiástica. No se sabe de excedentes ni a dónde
vayan a parar; qué tenga que ver, por ejemplo, lo que percibe
Cáritas con
lo que se invierta en publicidad e información muy discutibles…
, entre otras cuestiones a las que la ciudadanía que paga tiene
derecho a conocer.
No debiera quedar
flotando la duda de si se trata de un Estado dentro de otro Estado,
porque detrás de la casilla del IRPF a la Iglesia está que todos
los ciudadanos sostienen con sus impuestos la Religión católica y
las otras que se van apuntando. No se ciñe a una estricta
asignación voluntaria: haya o no haya crisis, lo percibido el año
anterior es obligatorio para el Estado. Y, por otro lado, además de
que también percibe de la otra casilla, la de fines de interés
social, lo aportado a través de la correspondiente a la Iglesia sólo
es una pequeña parte de lo que recibe la Iglesia del Estado –unos
11.000
millones de euros según algunas estimaciones- , sin contar lo de
los fieles que solicitan sus servicios y de los visitantes de sus
archivos y museos o patrimonio general: unos y otros han de pasar por
variadas formas de copago casi siempre, sin que se tenga control
claro de su destino ni de si revierten esas actividades a Hacienda
algún impuesto. Y si se habla de colegios, hospitales y centros
asistenciales, cualquier apreciación cualitativa de “impacto”
–del orden que sea- es gratuita si no va acompañada del
correspondiente cómputo de ingresos particulares o de carácter
público que los sostienen, además de la especificación de otros
aspectos de orden social que permitan establecer comparaciones
significativas.
La búsqueda de que
impacte mucho el “impacto” que polariza esta Memoria de
actividades debilita mucho el mensaje pretendido. Contemplada a
la luz de la larga historia que los obispos tienen detrás y no
siendo el “poder fáctico” que fueron, puede que tuviera razón
Bourdieu cuando afirmaba que “no pudiendo declararse como poder de
pleno derecho”, estén condenados “a mentirse a sí mismos y, por
esta razón, al doble lenguaje y más precisamente a los
procedimientos del doble sentido y del eufemismo, tan profundamente
característicos del discurso religioso en su universalidad” (La
sagrada Familia, 1982). No se ha de olvidar que, cuando
implican valores muy preciados como los de índole sacral, están
jugando con valores simbólicos de gran relevancia, tras los que
pretenden enmascarar tratamientos significativos de la diferencia
para fidelizar mejor al conjunto social. Desde mucho antes de la
Transición democrática, no pocos centros educativos y
asistenciales han proporcionado muchas veces este mal ejemplo.
Añádase el adoctrinamiento temprano que ansían en los centros
públicos con una enseñanza de
la Religión que vaya más allá de lo logrado en la LOMCE. Y
se entenderá que este empleo de los recursos públicos en plan
catequético resulte contradictorio con los derechos y necesidades
del común de una ciudadanía
crecientemente plural y secularizada. Tanto, que la invocación a
una “aconfesionalidad o laicidad positiva” a que hacía apelación
el Tribunal Constitucional en la sentencia aludida, es cada vez menos
sostenible con los datos del CIS en la mano.
Memoria y Evangelio
En consecuencia, cuando
el ritmo de vida interna
de la propia Iglesia Católica en España acusa problemas serios
de sostenibilidad -aparte de otros de renovación profunda de su
propia jerarquía-, es hipócrita acusar indebidamente a quienes
demanden explicaciones coherentes de comportamientos falaces o
pongan en cuestión determinados privilegios en el uso de recursos
públicos: la
“libertad religiosa” no exime de otras obligaciones cívicas
con la equidad, amén de lealtad con lo que se pretende enseñar
acerca de “los nuestros” y “los otros”. Alegaciones en pro de
la ampliación de las subvenciones a la Iglesia, como la pretextada
en esta última Memoria anual de Actividades
de la Iglesia Católica en España, requieren a estas alturas
de la película un manejo más humilde y transparente de los datos.
Ni este contexto es el adecuado para alardes, ni las resonancias
de la voz de Teodosio como si no hubiera pasado nada son el mejor
procedimiento para llegar a un sano “pacto educativo” a la altura
de un Estado de verdad aconstitucional.
Lo “caritativo” o
“benéfico”, e incluso la “acción social”, suelen pretender
hacer amables actividades o propósitos poco benignos. La
“obra social de las Cajas de ahorro” fue una adelantada en
ese terreno: desde 1834, han dejado en España abundante rastro del
sueño burgués de cómo soslayar los fuertes problemas de “la
cuestión social” sin arriesgar el orden instituido y menos el de
sus promotores. Si las obligaciones de la Conferencia Episcopal con
el “Evangelio” van a adoptar definitivamente el camino
apologético de esta política de marca debiera advertir que, si no
se traduce en prácticas más consistentes, su responsabilidad social
corporativa tendrá cada vez más difícil hacerse cargo de un pasado
tan largo como intrincado de explicar desde la habitual anfibología
expresiva de la caridad ante la pobreza. A los muchos perjudicados y
excluidos de esa historia se añade que hoy, cuando hasta existe
pobreza digital, los recursos públicos siguen siendo escasos para
una justicia distributiva fraternal.
Las instituciones hablan
por lo que hacen y los jerarcas católicos han preferido ocuparse en
promover una moral subjetiva de base religiosa, salvífica a título
individual. Podían haberse empleado en propuestas y sociabilidad que
dieran una consistencia fuerte a lo público, pero su descontento
permanente con los logros democráticos eligió erosionarlo pro
domo sua y con aliados que buscan su negocio particular. La
continuidad en esa trayectoria histórica de defensores de una
caridad aleatoria –que autopromocionen ellos mismos- resulta hoy
muy débil para que la vida de todos los ciudadanos sea vivible en
la Tierra como derecho. Cambien de onda y serán bien acogidos, como
lo han sido siempre los curas y monjas que se han comprometido de
verdad en el esfuerzo común. Empiecen, por ejemplo, promoviendo una
consultoría independiente que evalúe en qué medida no compartir
pupitre en la niñez y adolescencia genera ciudadanos/as de distintas
categorías, concernidos/as por desiguales reglas tipológicas de
conducta y de género. Tal vez haciendo avanzar la historia
educativa, puedan hacer creíble –más allá de un círculo
incondicional- algo del “impacto” que pretenden...
TEMAS: Igualdad.
Fraternidad. Justicia distributiva. Caridad. Beneficencia. Escuela
publica. Escuela privada. IRPF. Laicismo. Aconfesionalidad.
Concordatos. Catolicismo.
Manuel Menor Currás
Madrid, 07.06.2017
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