A opinión dos docentes...non conta?

28 may 2015

El trabajo por unha buena educación para todos no ha terminado: no tiene fin


Tampoco terminará en noviembre, en caso de que caiga el partido que ha impuesto la LOMCE. Siempre habrá mucho qué hacer y hay que hacerlo.

Las elecciones del 24 de mayo han traído consigo la imprescindible necesidad de dialogar y entenderse entre varios grupos o plataformas políticas, hastiados como estaban muchos electores del monólogo exclusivo de quienes legislaron y decidieron usando el BOE y los Boletines de las Comunidades autónomas como si fuesen de su propiedad. Y con ellos, los recursos presupuestarios, como si de su patrimonio particular se tratara. La crisis económica –al margen de quienes la provocaron- les había facilitado unas formas de gobierno que, en muchas ocasiones, hicieron revivir tiempos muy pasados, por la forma de recortar prestaciones del Estado, reducir libertades públicas y decidir respecto al mundo laboral como si los más necesitados y los de mediano pasar les importaran un bledo, y sólo merecieran su atención los estratos con mayor disponibilidad de recursos. Merece la pena, al respecto, leer despacio un reciente informe de CCOO, Los efectos de la crisis en los salarios, en que la desigualdad no mencionada en el presunto “crecimiento” que tanto se publicita es el centro de atención. Además de que siga habiendo 5.450.000 parados, pobreza y trabajo han dejado de ser antitéticos en España: ya hay 2,1 millones de trabajadores –un 11,7% del total- que viven por debajo del umbral de la pobreza, una tasa que entre los autónomos y falsos autónomos asciende al 21,7%. Es decir, que pese a la propaganda de Rajoy y sus colegas doctrinarios, ahora se trabaja más que antes por bastante menos de lo que se cobraba por hacerlo, todo un ideal de vida para quienes lo ven de lejos.

Los dispares resultados de estas elecciones, con actores nuevos en la escena política, nos brindan la oportunidad de dar nueva vida a los Ayuntamientos y Comunidades a base de pactos y consensos en que el centro de atención sean las necesidades de todos los ciudadanos y cómo encontrarles algún remedio. Para lo cual será imprescindible que abandonen la corrupción interesada, que renueven la atención al bien común y fortalezcan las imprescindibles ganas de sentirse en igualdad con la ciudadanía. La inercia de la soberbia y el creerse en posesión de la verdad, inspirada por la divinidad, ha desarrollado ampliamente en los votantes síntomas de alergia en esta legislatura pasada. Bueno será, por tanto, que de cara al futuro que ahora empieza, los nuevos políticos se acostumbren, ante todo, a sumar sensibilidades y a escuchar, también a los que piensen diferente. Sería un desatino grave que, después de lo sucedido en las urnas el pasado domingo, los más débiles siguieran sintiéndose fuera de juego, cada vez más indefensos y débiles frente a la crueldad de ser humillados por amos insensibles y cínicos. Como lo sería igualmente que los medios se portaran con similar actitud, jaleando servilmente a cuantos hacen gala de actitudes de dominio, tramposas e irritantes como las que exhibe el protagonista principal de Número cero, la última novela de Umberto Eco.

Que a efectos del escrutinio de las elecciones no suela tenerse en cuenta el número de abstenciones, votos en blanco y votos nulos, no debiera hacerles olvidar, de entrada, que hay un amplio conjunto de ciudadanos en esa tesitura: sumados, representarían una relevante plataforma política, más amplia que la de muchos elegidos. Vean, por ejemplo, lo sucedido en las municipales valencianas, donde las abstenciones han supuesto un 29,89%, los votos en blanco un 1,34% y los nulos un 1,53%; es decir, que sólo ha votado un 70,11%. En Galicia, otro ejemplo, los datos son peores, pues, con una participación válida de tan sólo un 66,02%, las abstenciones han alcanzado un 33,98%, los votos en blanco un 1,79 y los nulos un 1,87%. Y en Madrid, en cambio, los votos válidos escrutados han sido del 68,39% del censo electoral. Estos datos, genéricamente admisibles para otros territorios y demarcaciones, indican que existe un conjunto poblacional al que la participación electoral, incluso ahora, le ha resultado costosa o, cuando menos, indiferente y tal vez inútil, lo que debiera llevarnos a no incidir tanto en que el 24 de mayo haya sido una “fiesta de la democracia”, pues hay una extensa zona oscura de nuestra convivencia en que no se ha notado demasiado. ¿Le importa a alguien que en muchos ayuntamientos, sobre todo, rurales, las predilecciones del voto sigan idénticas al las del inicio de la Transición? ¿Nos dice algo que extensas zonas urbanas y siempre las mismas, de barrios marginales, marginados y pobres, sean desde siempre prácticamente abstencionistas?

Para empezar bien la andadura de cambios que los resultados electorales últimos propician, tampoco estaría de más preguntarnos por los elementos carenciales que subyacen a tales comportamientos. Hasta qué punto tengan relación, por ejemplo, con los indicadores de lectura, con los de disponibilidad y uso de las TIC o de los canales de TV para informarse, con los de consumo cultural y niveles educativos y, por supuesto, con los modelos de “crecimiento” y niveles de renta disponible… Todos éstos son vasos comunicantes, y no pocas de las denotaciones de calidad democrática que tengamos a bien considerar son fruto de largos años de simbiosis individual con las posibilidades de acceso a tales dotaciones en nuestro común espacio de convivencia. Asunto éste del que son responsables en buena medida nuestros representantes políticos según distintos niveles de competencias. De ellos dependen muchas de las tramas con que se teje lo público. Y para esto les hemos elegido: para que las construyan de modo socialmente equitativo en la redistribución social.

Mal síntoma es que el partido más votado pero que más votos ha perdido haya reaccionado ante los resultados de estas elecciones diciendo que lo suyo había sido un problema de comunicación. Es decir, que seguirán igual y no van a cambiar nada porque lo que manda es la fidelidad a lo que su líder les vaya diciendo. Un autismo que algunos ya empiezan a desechar practicando la salida giratoria. Wert y Gomendio ya parecen haber encontrado acomodo en el seno de la OCDE y puede que muy pronto veamos otras desbandadas antes de que lleguen las elecciones generales. Pero mientras atisbamos cómo los responsables máximos de la LOMCE siguen el incierto periplo reformista de su ley desde Paris, quienes aquí hayan logrado constituir mayorías estables para el gobierno de las Comunidades autónomas y los Ayuntamientos deberán ir viendo cómo desmontar -lo antes posible si no quieren perder pronto credibilidad- sus ingredientes más discriminatorios y creadores de desigualdad. Si los recién electos no olvidan que han prometido estar cerca de la gente común, es el momento de instaurar una metodología seriamente dialogante sobre los problemas reales a resolver y de acordar lo que corresponda para hacer más duradero un sistema educativo plenamente democrático, no excluyente y atento a la diversidad real de la población, particularmente a la de los más pauperizados por la crisis.

No debiera ser, en todo caso, un momento para cavar nuevas trincheras, sino para seducirnos unos a otros, como ha recordado Manuela Carmena. Porque queda por ver cuánto tiempo dura esta leve bonanza sin que vuelvan a sonar urgentes y expeditivos los mismos argumentos que llevaron a la LOMCE. Ese tipo de razonamientos excluyentes, contrarios a una educación de todos y para todos, aunque no tengan valor científico alguno están incrustados en la opinión de muchos votantes –incluidos no pocos profesores y maestros-, contrarios a una sociedad más compasiva y humanitaria, especialmente cuando las circunstancias económicas son más críticas. En situaciones de este carácter –y siempre hay alguna a mano- suelen reaparecer siempre los misioneros de un competitivo aristocratismo excluyente. Difícil de borrar, pues siempre hay ofendidos dispuestos a secundar directrices discriminatorias con pretextos de cualquier tipo: en la campaña electoral madrileña, que acaba de terminar, bien se pudo oír alguna voz de estas en nombre del turismo.

Esta línea expansiva de la atención social debería impregnar especialmente la formación de profesores y maestros, de que serán responsables en buena medida los nuevos Consejeros de Educación que surjan de los gobiernos autonómicos en período de constitución. De entrada, muy buena medida provisional sería que paralizaran la serie de pruebas externas que en este momento acaban de hacerse (a los alumnos y alumnas de 3º y 6º de Primaria), incluida también la que ya se acaba de hacer para el Informe PISA correspondiente a este año. Como ha reiterado Julio Carabaña, son inútiles para la mejora de la educación escolar. Sólo están sirviendo como pretexto para empeorarla, especialmente en su versión de escuela pública. Primero, porque se usan para clasificar centros, alumnos y profesores con mal estilo y peores consecuencias prácticas para todos en el sistema. Y segundo -pero muy principal-, porque esta idea de clasificar a la gente linealmente, por una supuesta capacidad diferencial de la inteligencia, innata e inalterable en el transcurso del desarrollo fisiológico y de la interactividad con el medio cultural, además de basarse en una falsedad científica, es xenófoba de raíz e interesada en la defensa de los privilegiados. Lo demostró Stephen Jay Gould ya en los ochenta, en un muy documentado libro que todavía debiera ser de obligada lectura para quienes se dedican a la educación de algún modo: La falsa medida del hombre (Crítica, 2011).

Buena parte de las necesidades de todo tipo que percibimos socialmente son advertibles desde la educación infantil. Si los nuevos gestores de las políticas educativas quieren una sociedad más armónica y menos desigual, van a tener ocasión sobrada de pelear por una escuela más justa e integradora, menos homogeneizadora en el trato y más atenta a las múltiples diversidades del alumnado que las frecuenta. Empiecen por observar con otros ojos la realidad escolar y qué se hace en los centros educativos con quienes asisten a ellos. No sea que, en aras de una eficiencia economicista, reclamada desde no se sabe qué instancias, vayan a seguir fomentando diagnósticos gravemente reduccionistas como el de uno de los padres de los test de Coeficiente Intelectual, H. Goddard, quien, ante un selecto auditorio de la Universidad de Princeton en 1919, sostuvo: “El hecho es que los obreros tienen probablemente una inteligencia de 10 años mientras que vosotros tenéis una de 20. Pedir para ellos un hogar como el que poseéis vosotros es tan absurdo como lo sería exigir una beca de posgrado para cada obrero. ¿Cómo pensar en la igualdad social si la capacidad mental presenta una variación tan amplia?” (Gould, pg. 244). Y Goddard -con una terminología de resonancias muy cercanas- añadió impertérrito: “La democracia significa que el pueblo gobierna seleccionando a los más sabios, los más inteligentes y los más humanos, para que éstos les digan qué deben hacer para ser felices. La democracia es, pues, un método para llegar a una aristocracia realmente benévola”.

Son muchos los ciudadanos expectantes ante los cuidados que los recién electos vayan a dispensar a los servicios sociales y, en particular, a un sistema educativo sensiblemente mejor que el que se ha querido imponer con la LOMCE. No cae duda de que la defensa de una escuela pública de calidad para todos -un buen sistema educativo, equitativo y accesible a todos los ciudadanos-, es un trabajo que no tiene fin. Pero también han de contar con que la paciencia de quienes lamentan el tiempo perdido es limitada: ¡manos, pues, a la obra cuanto antes!

TEMAS: Elecciones municipales y autonómicas, LOMCE, Medidas democratizadoras, Diversidad, Igualdad, Discriminación escolar, Stephen Jay Gould, Goddard, Coeficiente intelectual, PISA, Pruebas externas, Julio Carabaña, Wert, Gomendio, Manuela Carmena.


Manuel Menor Currás
Madrid, 26/05/2015

23 may 2015

LA TRANSPARENCIA EDUCATIVA: un bien escaso que obliga a pensar a quien se vota



También la gestión del presupuesto educativo -opaca en demasiados aspectos- es imprescindible que sea transparente para que sea democrática.

Que las campañas electorales sirvan para algo es dudoso, como se preguntaba anteayer en este medio Fernando Ramos. Especialmente, si ese algo consiste en modificar comportamientos electorales más allá de los convencidos y partidarios. Pero si los hábitos y excrecencias que ese ritual genera periódicamente se toman como síntoma social, sin duda tienen gran interés. El Forges, siempre atento a lo más urgente, nos anunciaba ayer, a la vista de los exabruptos que algunos de los protagonistas suscitan, que “La Real Academia investiga si las campañas electorales crean lenguaje”. Detrás, están, además, las pautas que los gurús de campaña tratan de seguir como estímulo para posibles votantes: un conjunto documental de preciado valor para constatar la evolución e involuciones que, en un determinado momento, tienen las aspiraciones y comportamientos ciudadanos. Esta perspectiva de quienes de manera más o menos “educadora” dirigen las campañas publicitarias y manipulan el sentir colectivo pone de relieve lo que estiman que para los ciudadanos es más valioso.

A estos estrategas no les es fácil gestionar estos días de pregón, desde luego, cuando además la orquesta de medios disponible es crecientemente diversa. La tentación de la indiferencia a que pueden inducir si los mensajes no son apropiados o resultan excesivos, siempre está latente. Aunque a veces sea ésta la finalidad manifiesta de algunos programas, tampoco existe un único método para generar el clímax adecuado y que el posible votante escoja determinada papeleta ante la urna o se abstenga. Ni siquiera es absolutamente determinante una infinita disponibilidad de recursos –incluidos los demoscópicos-. Cierto es sin embargo, que, sin un umbral básico, cualquier operación electoralista está llamada al fracaso y, también, que en algo coincide siempre toda la parafernalia preelectoral: concentración, simplicidad y repetición de mensajes conscientes y subconscientes; asociación de los mismos a determinados gestos, caras y formas estereotipadas de comportamiento, que susciten simpatía en quien viere u oyere; y algún grado de inducción a que el futuro más conveniente es el que con una bien dispuesta partitura del tempo se nos está simbolizando y representado.

El objetivo de seducir al votante y lograr que se sienta feliz con una determinada opción suele centrarse en la sobriedad de palabras, y que el día de las elecciones llegue sin que hayan cambiado su significado para el más amplio sector posible de receptores. Porque el riesgo es que de tanto repetirlas, de manera alocada en ocasiones, descabellada en otras y jibarizada casi siempre, se hayan erosionado semánticamente tanto que no signifiquen nada. Como lo es asimismo que el ruido ambiental las convierta en desagradable cacofonía: la crisis no ha afectado al afán de omnipresencia verbal de tanto candidato y evidente es que pueden inducir a la indiferencia de los posibles votantes. Un problema que de algún modo es recogido por las últimas encuestas cuando muestran un 44,4% de desconcertados que dicen no saber qué contestar. Tendencia que probablemente se acentuará un poco más cuando, a donde quiera que el posible elector adulto quiera mirar se encuentre como gran atractivo la irrupción de “gente joven” en lo más alto de la escena política, ese Gotha donde a alguno se le ha subido a la cabeza que la renovación política sea exclusiva de quienes rondan los 37 años. Lo que viene a inducir a que esto de la ciudadanía “regenerada” deberá seguir teniendo exclusividades y exclusiones, como en la antigua Atenas de Pericles.

Hablar cuesta poco y puede convencer a los más incautos. Estos días, de hecho, y mientras no digan lo contrario, proseguirá “el crecimiento”, palabra y mensaje con artículo determinado. Ayuda a precisar mejor su excepcionalidad y el reducido grupo de beneficiarios, a la espera de que sean muchos más quienes lo crean, ya que ignora, tapa y oculta su calidad y amplitud. Este crecimiento económico de los grandes números del PIB nunca va acompañado de dato alguno referido a la distribución social del mismo ni, por supuesto, de los costes que acarrea en cuanto a calidad de los empleos, empobrecida estos años, ni al paro generalizado, imposible de justificar con el mal menor de los pocos y no muy cualificados empleos que, en cada encuesta que viene, trata de fijarnos la atención y que, si alguien se queja, no le sigamos la corriente. Más bien deberemos estar dispuestos a propagar que, aunque el gran objetivo a que han conducido a la Universidad española es que sus graduados lleguen a servir copas en un bar, la trayectoria de estos años ha sido impecable. No obstante, como ese “crecimiento” indiferente ya está saturando en exceso los mensajes y empiezan a sonar distorsionados, los mensajeros de tan buena nueva ya añaden que “es mucho lo que queda por hacer”, para de inmediato proponer que aquí siguen ellos para culminar nuestra redención si somos confiados. Y si esta coletilla no funcionara bien, pronto empezarán a incrementar el acento con miedos subliminares de diverso alcance e intención para que, a ser posible, concluyamos que la situación distributiva del poder actualmente existente debe mudar lo menos posible este 24 de mayo.

Más difícil de taponar es la fuga de militantes del voto hacia la abstención a causa del desconcierto que genera en los más puros el atisbo creciente de casos y cosas relacionados con las diversas versiones de corruptores y corruptos. Especialmente de estos últimos, pues tratan de reinventar las formas de proximidad a la distribución de los presupuestos del Estado. Para contrarrestar la repulsión a las mil maneras de robar y pervertir los intereses comunitarios, ya todos los programas recitan el mantra de la “transparencia”. Pero quienes la dicen con más ahínco son personas a las que –¡oh milagro!- parece rodearles por todas partes la corrupción sin que aparezcan nunca salpicadas, lo que nos va haciendo menos crédulos. Igual que cuando nos llevaban al circo de pequeños y a la admiración siguió la incredulidad absoluta, cuando empezamos a adivinar los trucos y, un buen día, se nos derrumbó la ingenuidad.

Laudable parece, por tanto, la desconfianza ciudadana hacia el hipócrita palabreo del neolenguaje, especialmente si va acompañada de responsable reflexión frente a las situaciones de mezquindad que tanto menudean estos días con selecto afán aristocratizante. Tertuliano ya advertía a los doctrinarios, hacia el año 200 d.C., que convenía “que los que comienzan a enseñar y exhortar alguna cosa tengan primero crédito de que han ejercitado lo que enseñan, procurando enderezar la constancia que tienen en persuadir, autorizada con el ejercicio, para que no queden las palabras a la vergüenza y faltas de obras” (Libro de la paciencia, 1). Y no debiera flaquearnos la memoria tampoco, porque la fragilidad en el recuerdo nos llevará primero a disculpar y, a continuación, a repetir la torpeza de tapar con el voto las degradaciones que nos han endosado en el transcurso de estos años. Tomen nota y no olviden -por ejemplo, en cuanto a las políticas educativas-, los usos indebidos y mendaces que han hecho del Informe PISA para que admitiéramos sin rechistar una reforma educativa que solo perjudica a la mayoría de la gente, degrada la autonomía cualitativa de los trabajadores de la enseñanza y olvida el futuro de muchos jóvenes, con grave deterioro de la convivencia democrática. Esa no es la transparencia que necesitamos. Y no lo es tampoco –idénticamente a lo que pregonan con “el crecimiento económico”-, que la presunta “calidad del sistema educativo” haya de ser exclusiva de unos pocos privilegiados a cuenta de recortes a todos los demás.

Que no nos distraigan: las elecciones son de todos los ciudadanos y para gestionar bien los intereses de todos. Y la buena educación sólo será tal si está al alcance de todos en sus mejores posibilidades. Como ciudadanos, es el momento de hacer la “revolución slow”, que tanto interés empieza a suscitar en diversos ámbitos vitales, incluido el educativo: pautemos un poco de “lentitud” estos días para pensar antes de votar. Es un asunto serio el que se está jugando detrás de la banalización de las palabras más preciadas.


TEMAS: Informe Pisa, Elecciones autonómicas y municipales, “Revolución slow”, Crecimiento PIB, Calidad educativa, Transparencia, Corrupción, Intereses comunitarios, Francisco Ramos, Forges.




Manuel Menor Currás
Madrid, 16/05/2015













12 may 2015

El Informe PISA es inútil para la mejora de las escuelas y de la enseñanza

La demostración del libro que acaba de publicar el catedrático de Sociología de la Complutense, Julio Carabaña, merece especial atención en esta quincena preelectoral. 

La última encuesta del CIS no faculta para extrañarse mucho de que fuera “tremending topic” una provocadora interpretación que suscitó a poco de conocerse: “Según la encuesta del CIS, se ve que aún nos roban poco” . Unos días antes, el 24 de abril, El País mostraba una encuesta sobre analfabetismo científico en que se destacaba  que un 25% de los españoles creía que el Sol gira alrededor de la Tierra: una proporción curiosamente similar a la de ciertas fidelidades de voto. Aunque no deba tomarse miméticamente tal coincidencia, tienen más correlación real las que subrayan el alto índice de españoles que nunca han leído un libro o, complementariamente, las que cuantifican a los que sólo siguen la información de la TV. Igual que tiene mucho que ver –con los rasgos más cualitativos de una vida social e individualmente valiosa- el que, desde 2008 el gasto por habitante en educación y en sanidad ha caído un 21%, con Castilla-La Mancha en cabeza del recorte autonómico en las políticas sociales. O este resultado del último ranking de innovavión e investigación en Europa, en que hemos bajado hasta el puesto 19, entre 28, mientras nos sobrepasan países como Chipre o Chequia.

No hace falta insistir en el valor político que tiene -en el estado de opinión que muestra el CIS de continuo- el disponer de una buena o mala infraestructura educativa en el país o que cuando ésta podría haber ido a mejor, se la haya disminuido con recortes y limitaciones empobrecedoras de modo que, en este momento, estemos reproduciendo –con leves modificaciones-  viejas situaciones en que, para tener garantizada una buena educación había que nacer en buena cuna. Y todo, mientras las proclamas recurrentes –con sentidos opuestos- dedican excesivo tiempo a hablar de “calidad educativa” sin impedir que se deteriore por dentro hasta quedar como cáscara vacía para quienes más la necesitan. Recordemos, eso sí, que LOMCE es acrónimo en que la “Mejora de la Calidad de la Enseñanza” es pretensión explícita. Y no olvidemos que, para hacernos creer que esa era la razón y pretexto de esta Ley Orgánica, trajeron a colación –por activa, pasiva y perifrástica- estadísticas e informes, presuntamente muy valiosos y hasta indispensables, esgrimidos como venablos contra cuantos osaron reservar su opinión y reclamar mesura a tal fiebre reformista. El Informe PISA de la última hornada, más otra serie de la misma matriz, la OCDE, fueron explicados y trucados para que no se dudara de que estábamos en el mejor de los itinerarios de regeneración democrática y que nadie suspirara por pacto o consenso alguno en este terreno, sembrado, al parecer, de maldades y peligros a “erradicar”.

 Rubalcaba indicaba por tal motivo, el pasado viernes, a este respecto, lo poco que beneficiaban al sistema educativo estas lecturas tan sesgadas y empecinadas en sostener lo insostenible con argumentos tan endebles cuando, además, la lectura estadística de PISA solía ser malinterpretada o utilizada como si “fuera el Festival de Eurovisión”. De tiempo atrás, se viene señalando –y muchos especialistas lo vienen reclamando- que los valores de PISA son limitados y que, si bien las pruebas externas son una necesidad para una buena gestión y sus correcciones oportunas, no todas ellas ni sus usos indebidos son válidos. Pueden, incluso, ser contraproducentes y, de fondo, estos malos usos remiten a problemas de concepto más profundos acerca del sentido, valor e importancia que se concede al sistema educativo en su versión democrática, sin que los problemas reales del sistema logren encontrar adecuada vía de solución. Pero nuestras más altas autoridades de la Educación española siguen en sus trece y, como estos días tocaba  cumplir uno de los preceptos que lleva aparejada la LEY ORGÁNICA DE MEJORA DEL SISTEMA EDUCATIVO, y al alumnado de 3º de Primaria le correspondía hacer una prueba externa preceptiva, nos hemos encontrado con una objeción amplia a dicha prueba  en algunas Comunidades autónomas, además de que algunos sindicatos y asociaciones de padres y madres aconsejaron no presentarse a hacerla: en sintonía con lo que habían dicho cuando la tramitación de esta ley, nadie les ha convencido de que fuera importante para la mejora del sistema educativo –como en teoría se decía- ni de que no pudieran ser utilizados sus resultados con fines espúreos, ajenos a los intereses de muchos alumnos y sus familias, aspecto del que había ya sobrados precedentes en las Comunidades más fervorosas de este control cuantitativista estandarizado..

En este contexto, el libro de Julio Carabaña: La inutilidad de PISA para las escuelas (Madrid, La Catarata), que el pasado jueves, día 7, apareció en algunas librerías, cobra especial significado. En su propia portada puede leerse su meridiano propósito: “la demostración de la completa ausencia de valor de PISA para la mejora de las escuelas y la enseñanza”.  Se trata de un trabajo consistente y meditado, fruto no de un arrebato coyuntural, sino de un prolongado y acreditado trabajo de investigación en la sociología de la educación española.  Esta afirmación es fácil de comprobar a poco que se contemplen las publicaciones del autor desde el año 2000, en que empieza la dinámica de las pruebas PISA en España: siempre fue muy crítico con la utilización desmesurada de los datos que el Informe publicaba. Y, por otro lado, ha de tenerse en cuenta igualmente que Carabaña ni es periodista que busque un titular resultón ni un advenedizo a este tipo de análisis. Entre otros méritos de su currículum profesional, a Carabaña se deben algunas de las primeras evaluaciones externas que ha tenido nuestro sistema educativo en algunos de sus tramos y experiencias innovadoras, bastante antes de que PISA apareciera por nuestros pagos, como puede verse, por ejemplo, en dos publicaciones del MEC de los años 1988 y 1990. Y a él se debe igualmente, aunque sea menos conocido, que en los primeros años ochenta se impartiera en el entonces denominado INCE, el primer curso de información/formación sobre las técnicas de evaluación externas que, a la sazón, ya se habían impuesto en EEUU. Expertos californianos enseñaron entonces como novedad a un reducido grupo de participantes españoles en qué consistía este invento que tanto fervor suscitaría 20 años más tarde en España: con una única prueba, querían determinar el nivel de aprendizaje del alumno, la calidad del colegio y de su profesorado, al que, según saliera la prueba (escrita) en comparación con la media nacional, se le subiría o reducirían medios y salario. Hacia esa fase de determinación vamos ahora con la LOMCE y sus reválidas –cuando allí ya han suscitado aceradas críticas-, más el papel eminentemente inspector de los nuevos directores que aquí se propugnan ahora para determinar un quehacer docente con enorme merma de autonomía.

Este libro de Julio Carabaña no está exento del amplio sentido del humor y bonhomía que sabe utilizar a diario. Y la mayor humorada es que desmonta pieza a pieza el interesado glamour de que se había dotado a este informe de la OCDE y que tanto han contribuido a desarrollar la mayoría de periodistas que se han prestado periódicamente a reproducir lo que, oficialmente, se dice desde el Ministerio de Educación que dice. De agradecer sería que, con similar humor, la prensa y, a ser posible, muchos de los que presumen de expertos responsables oficiales de las políticas educativas lo leyeran detenidamente y dieran marcha atrás a cuanto tan olímpicamente han afirmado gratuita e interesadamente, adentrándose en jardines de extensa ignorancia. Tal acto de humilde aprendizaje le vendría bien a la parafernalia de declaraciones que, en estos días preelectorales, se verá recrecido con ditirambos y promesas de lúcidas trayectorias hacia la nada. Los lectores que se animen a saber de qué va esto de PISA sin tomaduras de pelo, advertirán pronto que el razonamiento de Julio no es de mero aliño banal, sino de extenso manejo de fuentes, compacto análisis estadístico y, además, un muy ilustrativo conocimiento de la trayectoria de PISA desde antes de que existiera como tal. Sólo de este modo es razonable rendirse a las conclusiones a que llega –claramente distintas y distantes de los bulos a la moda, sobre todo en esta última legislatura-, y a que muy bueno sería tomar otros derroteros más tranquilos para renovar e innovar en serio y con los medios adecuados nuestro endeble sistema educativo, previa disposición de un buen diagnóstico de los problemas reales que tenemos. 

Quienes más se pudieran escandalizar por que Carabaña vaya a contracorriente de una amplia mayoría, deberían entender que buena parte de lo que dice en este muy recomendable libro, ya lo ha dicho en otras ocasiones. Por ejemplo, y con motivo del Informe de 2006, hizo circular un extenso análisis titulado Las diferencias entre países y regiones en las pruebas PISA, en el que llegaba a conclusiones  como éstas: “Los resultados principales son dos. El primero es que en los tres estudios PISA realizados hasta la fecha, España ha quedado en la media de la OCDE y confundida en un solo grupo muy compacto con casi todos los países avanzados. El segundo es que las diferencias entre los países no se deben a características de las escuelas, ni al nivel del sistema, ni al nivel del centro”. A todo lo cual, añadía: “Si PISA no distingue la eficacia de las diversas políticas y prácticas educativas, hay que ser muy prudentes al sustituir unas por otras”. No habíamos entrado, todavía, en la vorágine de la etapa WERT en Educación.

En el libro que comento encontrarán algo muy similar: “Hay una gran diferencia entre mostrar que estas capacidades (las que mide PISA) dependen poco de las diferencias entre escuelas y mostrar que dependen poco de las diferencias entre sistemas educativos”. Razón: porque lo que miden las pruebas de PISA depende de la experiencia acumulada en toda la vida de los alumnos desde su nacimiento. Algo que otros sociólogos, analistas de la genealogía de la escuela –la tendencia crítica de la “sociología histórica”-, han venido diciendo desde Foucault, Castell, Bourdieu, Passeron, Grignon… o, entre autores españoles, Carlos Lerena o Julia Varela por ejemplo, cuyos análisis revisten todavía enorme interés para dilucidar qué haya de tenerse en cuenta a la hora de innovar y “reformar”. Especialmente, si quien lo pretende desea que las clases populares tengan una educación sensiblemente mejor y más digna que la que tienen, un asunto al que estos días debieran prestar máxima atención los electores españoles.

TEMAS: Informes PISA, OCDE, Julio Carabaña, Calidad educativa, Sociología crítica, Julia Varela,  CIS, Pruebas externas Primaria. LOMCE, Wert, Rubalcaba.

Manuel Menor
Madrid, 10/05/2015

1 may 2015

1º de MAIO: bo día para recordar a pobreza e a discriminada educación pública


A conxuntura preelectoral volveu a primeiro plano aos máis débiles, centro neurálgico de “a cuestión social” e dos máis fráxiles modos da educación.

Contaba o sociólogo Robert Castell que a pobreza é o mellor indicador para calibrar a calidade da acción social e política. No transcurso do tempo ela fora modulando as súas caras, metamorfoseando o seu estilo (La metamorfosis de la cuestión social, 1995). Antes de 1945, non existía en Europa o Estado de Benestar, e antes dos anos 80 do XIX, tampouco o Estado Social se xeralizara. O que había anteriormente fronte á escaseza e a miseria eran actuacións puntuais de Caridade que, a partir do XVIII, tenderon a ser substituídas pola Beneficencia, pero que non eran universais e tiñan múltiples carencias de todo tipo, como recordou Concepción Arenal Ponte en 1861, na súa Memoria sobre la Beneficencia, la Filantropía y la Caridad e, dalgún modo, volvería recordar nos seus manuais de Visitador del pobre (1863) e Visitador del preso (1894). En España, esta secuencia de xeitos de atención aos débiles da sociedade -particularmente no que incumbe á transición dun Estado que apoiase legalmente prestacións organizadas de políticas sociais- tivo desenvolvemento máis tardío e de menor intensidade, razón pola que adoita ser habitual falar de “medio Estado de Benestar”, situación que, coas sucesivas crises que desde finais dos oitenta sobreviñeron, foi desvirtuando e xerando que, en moitos ámbitos de atención a situacións de pobreza e exclusión esteamos regresando rápidamente á Caridade e á Filantropía máis ou menos solidaria e voluntarista, mentres o Estado vai desaparecendo como garante dos servizos e dereitos que os cidadáns tiñan. As cifras que, entre outras institucións, Cruz Vermella, Cáritas ou Save the Children nos foron proporcionando nos últimos anos, son abraiantes ao demostrarnos, fronte a discursos oportunistas e efémeros, a persistencia da pobreza e a fame agora mesmo nas proximidades das nosas casas.

Ser pobre ou falar de pobreza tamén ha ir cambiando co tempo. Cando o capitalismo industrial desenvolveu un tipo de traballadores con salarios de fame para subsistir, cara a estes dirixiuse precisamente o concepto e a atención política consiguiente: os pobres foron, sobre todo desde 1848 -e máis desde 1864-, case exclusivamente os proletarios que causaban problemas á orde instituida cando reclamaban outras condicións básicas para vivir. Eles foron entón o centro de “a cuestión social”, eufemismo que encubría metodoloxías apropiadas para controlar e disciplinar as vidas de cantos puidesen resultar insultantes para a burguesía triunfante e a súa orde instituida. Atrás quedaba a alta consideración cultural que, especialmente durante a Alta Idade Media, había ter a pobreza, o seu peculiar halo sacral moi preciado como signo de harmonía en cristiandade: atender os pobres ou ser pobre tiña mérito entón, podía ser obxecto de voto nalgunhas ordes relixiosas e contaba máis que simbolicamente para unha vida eterna que daba sentido a moitos xestos terrenais. Pero a medida que se foi secularizando e aburguesando a vida, principalmente nas cidades, pronto o pobre empezaría a ser asimilado ao maleante e ao vago, porque podía estorbar os bos negocios e impedir o desenvolvemento do pleno mercado. Situación que provocou pronto a aparición de normas e leis que limitaron a súa mobilidade e trataron de “erradicar” -palabra que volve de novo- a súa presenza e visibilidade.

Os debates semiteolóxicos en que, por exemplo, se enzarzaron Frei Domingo de Soto (1545) e Frei Juan de Carballos (1540) á propósito de se a liberdade de movementos do esmoleiro era ou non un dereito, demóstrano claramente. Suprimila era privarlos de medios de subsistencia, ademais de que deixaba aos ricos sen esa responsabilidade de atención de que algúns presumían e priváballes dun medio para redimir os seus pecados. Domingo de Soto era partidario de manter o statu quo: a expulsión e persecución parecíalle inxusta e desproporcionada, especialmente con quen eran realmente pobres e non meros farsantes. Esta distinción, nada baladí, xa era habitual en toda Europa e, en cidades como Nüremberg, Bruxas, Estrasburgo ou Ypres, xa había leis limitadoras da mobilidade desta parte importante da poboación desde 20 anos antes. De 1526 é, igualmente, un importante tratado que escribise, para a cidade de Bruxas, o valenciano Luís Vives: De subventione pauperum, en que marcaba límites severos tanto a unha caridade xenérica como á pobreza indiscriminada. Aí están xa as clasificacións fundamentais de pobres que rexeron practicamente ata hoxe e, de paso, as formas que, nun mundo cambiante cara ao capitalismo mercantil como o do XVI da Europa do norte, adoptaba xa a educación social cos desfavorecidos da fortuna. Se lles desvinculaba claramente da aura relixiosa que habían ter e establecíanse fórmulas de recuperación mediante o traballo que serían o precedente de moitas outras que desde entón se implantaron- Co internamento, o encerro, a represión e o control como sistema, marcábanse as pautas con que tanto terían que ver cárceres e internados de diversa especie e sobre os que tan lucidamente escribiría Michel Foucault (1926-1984), por exemplo en Vigilar y Castigar.

Este desprazamento histórico da pobreza, de virtude a perigo social, foi tan importante como que agora, a medida que a crise vai avanzando e se instala como sistema, estea volvendo profundar, renovado, ese discurso excluínte, ata en circuítos de directa proxección pública. De cidadáns con dereitos, estase pasando a reiterar cada vez máis un discurso segregador, de rexeitamento invisibilizador para unha paisaxe presuntamente idílico, que os contempla como estorbo, sucidade e molesto perigo económico. Neste sentido, á marxe de se o que dixo a esperanza do PP para a cidade de Madrid é ou non constitucional -e que tratou de emendar cun remedo de solución mediática-, o relevante é que esta candidata á alcaldía madrileña verbalizou un sentimento aversivo dalgúns dos seus posibles votantes e, probablemente, fíxose eco explícito de certa hostelería turística que pretende rexer a vida de todos os madrileños. A expectativa de estar no candeeiro un intre máis e de lograr un puñado de votos exquisitos é síntoma dun modo de estar e querer unha sociedade eminentemente dirixida por unha xerarquizada distinción e excelencia, ese novo xeito de eludir a vella loita de clases. Obsesiónalles o estatuto de igualdade ante a lei: a fraternité sempre atoparon xeitos de soslaiarla, e á outra gran motivadora da revolución de finais do XVIII, a liberté, sempre han ter a man doctrinarios sobrados para darlle a volta a propia conveniencia, cando non profundos reaccionarios que se encargasen de que non prendese nunca. Moita xente quedouse patidifusa co teatriño que montou a lideresa, e moita outra o viu moi coherente coas máis acendrados xeitos que veu mostrando desde que empezou a escalar o Gotha político, especialmente desde 1996.

Neste contexto preelectoral, tamén é rechamante que a Conferencia Episcopal -e despois dela Cáritas- veña a invocar estes días pasados a atención á pobreza, un discurso relativamente novo respecto de tempos recentes, en que, de todos os xeitos, é difícil atopar un decisivo apoio á xustiza distributiva e cara a unha conceptualización precisa das formas de pobreza, dominio ou exclusión en que andamos inmersos. Tampouco concretan a que época, momento ou contexto histórico queren referirse cando nunha especie de atricción imperfecta piden desculpas por non estar á altura dos máis necesitados. É unha calculada ambigüidade que permita calquera tipo de lectura amable, en que quede no aire calibrar ata onde queira comprometerse a Igrexa Católica en España, tanto cara a unha nova lectura do seu pasado como cara a agora mesmo? Para ser creíbles como institución, terán que definir mellor de que lado xogan, como fixeron sempre os seus mellores pastores. O tempo xa case só se mide por estes xestos, porque, a medida que o grupo dos ricos vaise volvendo realmente máis pequeno e a distancia respecto de os pobres é crecente, as políticas de distinción han ir cambiando paralelamente.

Ás políticas de identificación e recoñecemento -advertía non fai moito Bernard Secchi en La ciudad de los ricos y la ciudad de los pobres (Catarata, 2015)- únense crecentemente a separación e exclusión. Obviamente, ao sistema educativo español nada disto lle é alleo, cheo como está de contrastes e disposicións encargadas de que as modalidades de exclusión e as discriminacións se prolonguen sen conto: certa “liberdade educadora” dá para isto e para máis. Por suposto que hai pobres e ricos por medio e, tamén, pobres tratamentos das situacións máis difíciles da nosa poboación estudiantil, especialmente as que xeran fracaso e abandono no medio dun desdén continuado. Por iso o realmente audaz sería que Dna. Esperanza -a nova promesa do PP que non se arredra coa súa xoguetona expresividade descarada- descolocara de verdade á súa cidadanía madrileña predilecta deixando a cero os privilexios de que ha ir dotando ao ensino privado e concertado de diversas formas e xeitos; “erradicando” as zonas discriminatorias que as súas políticas ou as dos seus epígonos -que a LOMCE consagra- han ir propalando e estendendo como mancha de aceite polo territorio non só madrileño; e defendendo un ensino público non mendicante como a que se empeñou en desenvolver, uns comedores escolares abertos á comunidade, uns profesores mellor atendidos nas súas preocupacións innovadoras e autonomía persoal, ou a apertura a unha educación democratizadora e non clasista. Porque o que soltou á mantenta de “os indixentes” que andan polas rúas céntricas de Madrid é un serio síntoma de algo máis grave que unha mera anécdota para non perder cancha nos medios. É o broche verbal de canto fixo sistematicamente desde que empezou a ter poder, en capítulos tan sensibles como sanidade, servizos sociais e educación, invocando ademais un falso fetiche de liberdade.

En canto aos bispos, omnipresentes nos recunchos educativos españois -a máis diso bastantes outros cuxo amparo radica nun símil de Concordato cada vez máis difícilmente sostenible sen ilusións ópticas-, esta pobreza que agora tratan de que estimule a súa atención pastoral non debería quedarse en retórica fórmula estratéxica, propicia á movediza socioloxía das xornadas preelectorais que nos esperan ou á oportunista casiña do IRPF. Para que sexa consistente a súa predica, teñen moitos xeitos de facer vivo o propósito de enmenda en que din estar. Por exemplo, pasando a primeiro plano de acción interna aquel Esquema XIII do Vaticano II, que tantas esperanzas suscitou nos sesenta, coa praxe que naquela contorna se xerou: aínda existen grupos preteridos de entón, que testemuñan un “kerigma” próximo á pobreza ben distinto. Namentres, calquera cidadán -e máis se cre no Xesús do Evanxeo- ten razóns para desconfiar de que falen de pobreza desde unha situación de poder e privilexio como a que ostentan. Sen ir máis lonxe, e respecto da educación española pública, calquera ten dereito constitucional a preguntarlles se agora van ser colaboracionistas ou reformistas das desigualdades existentes en tal ámbito. Contéstenlles se seguirán axudando a desregular o dereito a unha educación digna para todos e a que todos os cidadáns teñan unha sólida protección legal neste terreo. Propugnarán que este asunto do dereito educativo se reduza a contrato privado de cliente ou favorecerán que creza como propiedade social de todos? Axudarán desde a súa posición sociopolítica a que se creen pactos consensuados con que domesticar o mercado educativo e sexa menos destrutivo dos lazos de relación? Porque esta é a cuestión principal neste momento -neste Primeiro de maio de 2015-: a pobreza estase filtrando capilarmente a todo o máis íntimo e profundo da nosa consistencia social e democrática. A globalización e os seus vectores atoparon fórmulas potentes para a precarización regresiva da sociedade ?A sociedade líquida, de Zigmunt Bauman- e, tamén, para o desenvolvemento da verdadeira individualidade de cada cidadán, para a que é clave unha sólida educación pública. Estes últimos pasos da metamorfose da cuestión social, están levando -como dicía o propio Castell- a un “individualismo negativo” que, en ningún caso parece que contribúa a que a súa “boa nova” renda mellor: Bienaventurados os pobres... (Luc. 6, 20) require xestos e actitudes máis claros que nunca.

TEMAS: 1º de Maio, Pobreza, Cuestión social, Caridade, Beneficencia, Xustiza distributiva, Estado Social, Estado de Benestar, Políticas educativas, educación pública, Educación privada, Luís Vives, Robert Castell, Globalización, Conferencia Episcopal, Esperanza Aguirre, LOMCE.