Tampoco
terminará en noviembre, en caso de que caiga el partido que ha
impuesto la LOMCE. Siempre habrá mucho qué hacer y hay que hacerlo.
Las elecciones del 24
de mayo han traído consigo la imprescindible necesidad de
dialogar y entenderse entre varios grupos o plataformas políticas,
hastiados como estaban muchos electores del monólogo exclusivo de
quienes legislaron y decidieron usando el BOE y los Boletines de las
Comunidades autónomas como si fuesen de su propiedad. Y con ellos,
los recursos presupuestarios, como si de su patrimonio particular se
tratara. La crisis económica –al margen de quienes la provocaron-
les había facilitado unas formas de gobierno que, en muchas
ocasiones, hicieron revivir tiempos muy pasados, por la forma de
recortar prestaciones del Estado, reducir libertades públicas y
decidir respecto al mundo laboral como si los más necesitados y los
de mediano pasar les importaran un bledo, y sólo merecieran su
atención los estratos con mayor disponibilidad de recursos. Merece
la pena, al respecto, leer despacio un reciente informe de CCOO, Los
efectos de la crisis en los salarios, en que la desigualdad
no mencionada en el presunto “crecimiento” que tanto se publicita
es el centro de atención. Además de que siga habiendo 5.450.000
parados, pobreza y trabajo han dejado de ser antitéticos en España:
ya hay 2,1 millones de trabajadores –un 11,7% del total- que viven
por debajo del umbral de la pobreza, una tasa que entre los autónomos
y falsos autónomos asciende al 21,7%. Es decir, que pese a la
propaganda de Rajoy y sus colegas doctrinarios, ahora se trabaja más
que antes por bastante menos de lo que se cobraba por hacerlo, todo
un ideal de vida para quienes
lo ven de lejos.
Los dispares
resultados de estas elecciones, con actores nuevos en la escena
política, nos brindan la oportunidad de dar nueva vida a los
Ayuntamientos y Comunidades a base de pactos y consensos en que el
centro de atención sean las necesidades de todos los ciudadanos y
cómo encontrarles algún remedio. Para lo cual será imprescindible
que abandonen la corrupción interesada, que renueven la atención al
bien común y fortalezcan las imprescindibles ganas de sentirse en
igualdad con la ciudadanía. La inercia de la soberbia y el creerse
en posesión de la verdad, inspirada
por la divinidad, ha desarrollado ampliamente en los votantes
síntomas de alergia en esta legislatura pasada. Bueno será, por
tanto, que de cara al futuro que ahora empieza, los nuevos políticos
se acostumbren, ante todo, a sumar sensibilidades y a escuchar,
también a los que piensen diferente. Sería un desatino grave que,
después de lo sucedido en las urnas el pasado domingo, los más
débiles siguieran sintiéndose fuera de juego, cada vez más
indefensos y débiles frente a la crueldad de ser humillados por amos
insensibles y cínicos. Como lo sería igualmente que los medios se
portaran con similar actitud, jaleando servilmente a cuantos hacen
gala de actitudes de dominio, tramposas e irritantes como las que
exhibe el protagonista principal de Número cero, la última
novela de Umberto Eco.
Que a efectos del
escrutinio de las elecciones no suela tenerse en cuenta el
número de abstenciones, votos en blanco y votos nulos, no debiera
hacerles olvidar, de entrada, que hay un amplio conjunto de
ciudadanos en esa tesitura: sumados, representarían una relevante
plataforma política, más amplia que la de muchos elegidos. Vean,
por ejemplo, lo sucedido en las municipales valencianas, donde las
abstenciones han supuesto un 29,89%, los votos en blanco un 1,34% y
los nulos un 1,53%; es decir, que sólo ha votado un 70,11%. En
Galicia, otro ejemplo, los datos son peores, pues, con una
participación válida de tan sólo un 66,02%, las abstenciones han
alcanzado un 33,98%, los votos en blanco un 1,79 y los nulos un
1,87%. Y en Madrid, en cambio, los votos válidos escrutados han
sido del
68,39% del censo electoral. Estos datos, genéricamente
admisibles para otros territorios y demarcaciones, indican que existe
un conjunto poblacional al que la participación electoral, incluso
ahora, le ha resultado costosa o, cuando menos, indiferente y tal vez
inútil, lo que debiera llevarnos a no incidir tanto en que el 24 de
mayo haya sido una “fiesta de la democracia”, pues hay una
extensa zona oscura de nuestra convivencia en que no se ha notado
demasiado. ¿Le importa a alguien que en muchos ayuntamientos, sobre
todo, rurales, las predilecciones del voto sigan idénticas al las
del inicio de la Transición? ¿Nos dice algo que extensas zonas
urbanas y siempre las mismas, de barrios marginales, marginados y
pobres, sean desde siempre prácticamente abstencionistas?
Para empezar bien la
andadura de cambios que los resultados electorales últimos
propician, tampoco estaría de más preguntarnos por los elementos
carenciales que subyacen a tales comportamientos. Hasta qué punto
tengan relación, por ejemplo, con los indicadores de lectura, con
los de disponibilidad y uso de las TIC o de los canales de TV para
informarse, con los de consumo cultural y niveles educativos y, por
supuesto, con los modelos de “crecimiento” y niveles de renta
disponible… Todos éstos son vasos comunicantes, y no pocas de las
denotaciones de calidad democrática que tengamos a bien considerar
son fruto de largos años de simbiosis individual con las
posibilidades de acceso a tales dotaciones en nuestro común espacio
de convivencia. Asunto éste del que son responsables en buena medida
nuestros representantes políticos según distintos niveles de
competencias. De ellos dependen muchas de las tramas con que se teje
lo público. Y para esto les hemos elegido: para que las construyan
de modo socialmente equitativo en la redistribución social.
Mal síntoma es
que el partido más votado pero que más votos ha perdido haya
reaccionado ante los resultados de estas elecciones diciendo que lo
suyo había sido un problema de comunicación. Es decir, que seguirán
igual y no van a cambiar nada porque lo que manda es la fidelidad a
lo que su
líder les vaya diciendo. Un autismo que algunos ya empiezan a
desechar practicando la salida giratoria. Wert y Gomendio ya parecen
haber encontrado acomodo en el seno de la OCDE y puede que muy
pronto veamos otras desbandadas antes de que lleguen las elecciones
generales. Pero mientras atisbamos cómo los responsables máximos de
la LOMCE siguen el incierto periplo reformista de su ley desde Paris,
quienes aquí hayan logrado constituir mayorías estables para el
gobierno de las Comunidades autónomas y los Ayuntamientos deberán
ir viendo cómo desmontar -lo antes posible si no quieren perder
pronto credibilidad- sus ingredientes más discriminatorios y
creadores de desigualdad. Si los recién electos no olvidan que han
prometido estar cerca de la gente común, es el momento de instaurar
una metodología seriamente dialogante sobre los problemas reales a
resolver y de acordar lo que corresponda para hacer más duradero un
sistema educativo plenamente democrático, no excluyente y atento a
la diversidad real de la población, particularmente a la de los más
pauperizados por la crisis.
No debiera ser, en
todo caso, un momento para cavar nuevas trincheras, sino para
seducirnos unos a otros, como ha recordado Manuela
Carmena. Porque queda por ver cuánto tiempo dura esta leve
bonanza sin que vuelvan a sonar urgentes y expeditivos los mismos
argumentos que llevaron a la LOMCE. Ese tipo de razonamientos
excluyentes, contrarios a una educación de todos y para todos,
aunque no tengan valor científico alguno están incrustados en la
opinión de muchos votantes –incluidos no pocos profesores y
maestros-, contrarios a una sociedad más compasiva y humanitaria,
especialmente cuando las circunstancias económicas son más
críticas. En situaciones de este carácter –y siempre hay alguna a
mano- suelen reaparecer siempre los misioneros de un competitivo
aristocratismo excluyente. Difícil de borrar, pues siempre hay
ofendidos dispuestos a secundar directrices discriminatorias con
pretextos de cualquier tipo: en la campaña electoral madrileña, que
acaba de terminar, bien se
pudo oír alguna voz de estas en nombre del turismo.
Esta línea expansiva
de la atención social debería impregnar especialmente la
formación de profesores y maestros, de que serán responsables en
buena medida los nuevos Consejeros de Educación que surjan de los
gobiernos autonómicos en período de constitución. De entrada, muy
buena medida provisional sería que paralizaran la serie de pruebas
externas que en este momento acaban de hacerse (a los alumnos y
alumnas de 3º y 6º de Primaria), incluida también la que ya se
acaba de hacer para el Informe PISA correspondiente a este año. Como
ha reiterado Julio Carabaña, son inútiles para la mejora de la
educación escolar. Sólo están sirviendo como pretexto para
empeorarla, especialmente en su versión de escuela pública.
Primero, porque se usan para clasificar centros, alumnos y profesores
con mal estilo y peores consecuencias prácticas para todos en el
sistema. Y segundo -pero muy principal-, porque esta idea de
clasificar a la gente linealmente, por una supuesta capacidad
diferencial de la inteligencia, innata e inalterable en el transcurso
del desarrollo fisiológico y de la interactividad con el medio
cultural, además de basarse en una falsedad científica, es xenófoba
de raíz e interesada en la defensa de los privilegiados. Lo demostró
Stephen Jay Gould ya en los ochenta, en un muy documentado libro que
todavía debiera ser de obligada lectura para quienes se dedican a la
educación de algún modo: La falsa medida del hombre (Crítica,
2011).
Buena parte de las
necesidades de todo tipo que percibimos socialmente son
advertibles desde la educación infantil. Si los nuevos gestores de
las políticas educativas quieren una sociedad más armónica y menos
desigual, van a tener ocasión sobrada de pelear por una escuela
más justa e integradora, menos homogeneizadora en el trato y más
atenta a las múltiples
diversidades del alumnado que las frecuenta. Empiecen por
observar con otros ojos la realidad escolar y qué se hace en los
centros educativos con quienes asisten a ellos. No sea que, en aras
de una eficiencia economicista, reclamada desde no se sabe qué
instancias, vayan a seguir fomentando diagnósticos gravemente
reduccionistas como el de uno de los padres de los test de
Coeficiente Intelectual, H. Goddard, quien, ante un selecto auditorio
de la Universidad de Princeton en 1919, sostuvo: “El hecho es que
los obreros tienen probablemente una inteligencia de 10 años
mientras que vosotros tenéis una de 20. Pedir para ellos un hogar
como el que poseéis vosotros es tan absurdo como lo sería exigir
una beca de posgrado para cada obrero. ¿Cómo pensar en la igualdad
social si la capacidad mental presenta una variación tan amplia?”
(Gould, pg. 244). Y Goddard -con una terminología de resonancias muy
cercanas- añadió impertérrito: “La democracia significa que el
pueblo gobierna seleccionando a los más sabios, los más
inteligentes y los más humanos, para que éstos les digan qué deben
hacer para ser felices. La democracia es, pues, un método para
llegar a una aristocracia realmente benévola”.
Son muchos los
ciudadanos expectantes ante los cuidados que los recién electos
vayan a dispensar a los servicios sociales y, en particular, a un
sistema educativo sensiblemente mejor que el que se ha querido
imponer con la LOMCE. No cae duda de que la defensa de una escuela
pública de calidad para todos -un buen sistema educativo, equitativo
y accesible a todos los ciudadanos-, es un trabajo que no tiene fin.
Pero también han de contar con que la paciencia de quienes lamentan
el tiempo perdido es limitada: ¡manos, pues, a la obra cuanto antes!
TEMAS: Elecciones
municipales y autonómicas, LOMCE, Medidas democratizadoras,
Diversidad, Igualdad, Discriminación escolar, Stephen Jay Gould,
Goddard, Coeficiente intelectual, PISA, Pruebas externas, Julio
Carabaña, Wert, Gomendio, Manuela Carmena.
Manuel Menor Currás
Madrid, 26/05/2015
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