A opinión dos docentes...non conta?

15 nov 2011

Manolo Olleros, un educador social

                                                                                 
                                                                                                      Manuel Menor Currás

Hay personas que debieran vivir siempre. Por el calor que desprenden. Por la generosidad que rezuman. Por el optimismo constante que imprimen a cuanto hacen. Por el ánimo que dan a los decaídos. Por la lucidez con que hablan de cuanto nos rodea. Por la mirada inocente, leal y certera con que acompañan nuestras vidas. Porque son capaces de darnos fuerza sin querer. Porque sin ser de muchas palabras, sabes que son cómplices de tu vida y tus pesares... Sabes que siempre están ahí para cogerte si te caes y para ser tu fortaleza si tienes dudas imposibles. Siempre puedes contar con su generosidad sin dobleces.

Debiéramos tenerlos siempre para no sentirnos nunca huérfanos y abandonados, cansados de remar. Pero se mueren y, en adelante, sólo vivirán en nuestro recuerdo agradecido por su compañía en una parte del camino. Me dicen que ha muerto plácido y feliz, a pesar de los no muchos años y, sobre todo, de los dolores graves que le impedían la movilidad deseada. Que se fue animando a los suyos, como siempre había hecho cuando las penas fueron más duras. Y me alegro por ellos, porque les ha dejado la mejor de las sonrisas y el más valioso regalo.

Compañeros y amigos desde la infancia, compartimos aquellos años cincuenta de famélico internado en que, si nos descuidamos –como decía Braulio, otro gran amigo común-, nos forman. Quien supo entonces mantenernos en conexión directa con la dignidad de la gente normal fue siempre él. Con su sorna restallante desarmaba siempre la grandilocuencia de quienes querían “educarnos” y, más de una vez, quedó en ridículo pedestre aquella obsesión por desgajarnos del habla y del sentimiento de todos los humillados de nuestras aldeas. Por aquellos tiempos, se le daba bastante bien el balón-volea, pero le llamábamos “Bolitas”, en honor de un futbolista de la época y porque sonaba bien cuando trataba de organizarnos en la cancha.

La última vez que le vi, mientras le abrazaba consciente de que no volvería a verle, le di las gracias por su complicidad: tenía en mente la de veces que me había ayudado sin saberlo. Especialmente una que habría de ser crucial para mi vida cuando, en la orensana calle de Lamas Carvajal y pleno año 68 –sin ecos de París a la vista-, me hablaba de la injusticia de muchas asignaciones de puestos -lo privilegiados que eran algunos mientras otros eran vistos como parias- dentro de una organización presuntamente muy reconocida. Nos conjuramos entonces prometiéndonos que antes de un año nos encontraríamos en el mismo punto, para contarnos cómo nos habían ido las tornas en ella. Y cumplimos: antes del año, allí estábamos hablando de un futuro absolutamente imprevisible y sin ortopédicas prótesis que nos impidieran ser adultos.

Manolo se encaminó hacia la profesión de ATS. De la Residencia Sanitaria y de diversos ayuntamientos de la provincia -sobre todo de Montederramo-, me fueron llegando ecos de cómo le veía la gente, siempre cercano y cuidadoso de que quienes pasaran por sus manos mantuvieran la esperanza y el ánimo para seguir. Pienso ahora que siempre fue un auténtico educador social en todas sus tareas, desmitificador de entuertos, atento a los caminos que podrían dar sentido a la vida de los demás. Unos y otros, cuantos le hemos tratado y querido, echaremos en falta su siempre acogedor y alegre saludo:”¿Cómo vas, rapaciño?”

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