A opinión dos docentes...non conta?

31 ene 2017

Entrevista a Manuel Menor

Publicada en Mundiario


"La gran cuestión es qué sabemos y queremos hacer con los adolescentes escolarizados". Manuel Menor, aclara algunas preguntas que suscita la lectura del libro de que es coautor: La formación del profesorado escolar: peones o profesionales (1970-2015).
– Usted ha escrito en MUNDIARIO que proponerse educar ciudadanos con capacidad crítica para pensar por sí mismos, que empaticen con las alegrías y dolores ajenos, exige pacientes resoluciones. ¿A quién estaba apuntando?
– Intentaba que no se perdieran de vista varios niveles que sólo a veces somos capaces de trenzar bien. Por un lado, la reflexiva paciencia indispensable que conlleva educar. Después de millones de años de evolución, y aunque los avances tecnológicos nos permitan obviar limitaciones, a diferencia de otros seres vivos necesitamos un tiempo  para tener autonomía: hasta los cinco años de edad, no solemos valernos por nosotros mismos; cuanto más para desarrollarla. Luego está el que, aunque parezcamos iguales, somos diversos por razones de sexo, pigmentación y muchas otras en que la combinación genética y cultural es dispar. Los enseñantes lo comprueban a diario, incluso en los colegios en que se selecciona a los niños. Madres y padres lo ven igualmente si tienen varios hijos. En cambio, la educación dominante tiende a la pronta “rentabilidad” y a los “resultados” competitivos, como si las aulas fueran lugares para el fordismo industrial y la homogeneidad cosificadora, y nunca para aprender qué derechos de todos hay que proteger: la diversa complejidad del ser humano no parece interesar, y su autonomía para pensar menos.
– Digamos que pesan los pasados...
– Así, es, porque al mismo tiempo, en Educación pesa mucho que familias y estados tengan una historia y un patrimonio cultural acumulado, que es el capital previo que condiciona no sólo el valor sino también las maneras educadoras. Hay espacios sociopolíticos con largo recorrido de aprecio, donde se valora como algo preciado para que los suyos vivan mejor; lo transpiran en una gran disponibilidad de medios para que su población tenga esa riqueza primordial. En otros, en cambio, ni se ve como valor ni, menos, como bien colectivo, lo que determina una historia  equívoca y selectiva. Es ahí donde es más habitual que determinadas familias suelen propiciar más la “distinción” de sus hijos con la educación a modo de valor añadido o como un “adorno”; y si pueden, lo hacen en los carísimos colegios de “excelencia” suizos o ingleses. En España, sin esa expectativa  rentable de codearse con lo más fino, ya hubiera desaparecido gran parte  de los concertados y privados. Muchas de las consentidas criaturas que ahí acuden –lo he vivido en directo- aprenden temprano a ver a sus profesores igual que en la Grecia antigua, cuando el “paidagogos” era el criado que cuidaba de los niños. Pronto tratarán a las demás personas de modo similar.
– ¿Y en ese contexto qué sucede con el profesorado?
– En medio de este juego de relaciones, están los maestros y profesores. No vienen del gotha social sino que son producto de un medio plural. Empapados de él, devuelven a la sociedad la imagen bastante fiel de lo que se proyecta sobre ellos. Esa misma variedad es perceptible en sus maneras de hacer, lo que permite adscribirles a unas u otras “culturas escolares”. Como en otras profesiones, no responden necesariamente a lo que el momento reclama de un buen educador. Incluso los más responsables tienen que lidiar con que la vida va más aprisa que ellos, mientras, por otra parte, muchas burocracias administrativas no les ayudan a potenciar su labor. Los más honradamente comprometidos con el desarrollo emancipador de sus alumnos –igual que los padres más responsables- son los que más paciencia han derrochado en formarse, con su tiempo y recursos propios, para poder educar en esas capacidades difíciles de lograr. Les habría sido más fácil dejarse guiar por la mediocridad acrítica y gregaria. Menos conflictivo les sería obviar el machismo dominante que la sociedad esgrime de continuo hacia lo diferente; o fiarlo todo a una invasiva y acrítica digitalización infantilizadora. No les es fácil contrarrestar a los grandes educadores de la adolescencia, los medios omnipresentes y sus modelos narcisistas de agresividad chillona, demostrativa y “maleducada”. Es decir, que ser buen profesor -buen padre o madre- es ir contra corriente; imposible sin la paciencia que exige la serenidad y lucidez indispensables.
– Entonces, volviendo al inicio, ¿a quién apuntaba?
– ¿A quién apuntaba? A nadie en concreto. Procuro aludir más a actitudes que a personas: estas pasan y aquellas quedan como “normales”. Apuntaba a las especialmente reprobables por ambicionar “resultados” en el corto plazo; por su arrogancia en manipular  y recortar gravemente los medios indispensables por mucho que los sindicatos y colectivos protesten; por no exigirse, en cambio, a sí mismos en el empeño y creer que pueden estafar a los ciudadanos con palabras vacías; por dejarse guiar por toscos empresarios que sólo piden a la escuela mano de obra servil -como si la vida se hubiera detenido en la época romana-, y ni se enteran de qué necesitan las aulas: muchos no las han vuelto a pisar desde sus colegios de gente bien, y entre sus asesores cantan demasiado los que tienen por éxito social haber huido de la tiza. Ahí he tratado de apuntar: a ese señoritismo distante que no duda en insultar a quienes bregan en la escuela pública; a cuantos el cargo siempre les ha venido al pelo para demostrar desde el  BOE o el Boletín de su Autonomía, su ambición por mandar en sitios más glamourosos; a los que, pasado su tiempo, se siguen echando flores y nunca tienen coraje para bajarse del aire aristocratizante en que se han bañado y confesar  que no han sabido defender los intereses de los ciudadanos.
– ¿Falta paciencia y empatía?
– En áreas como Sanidad y Trabajo –y en la Presidencia de Gobierno-  tampoco han faltado actitudes de este tipo. ¡Claro que hace falta  paciencia y empatía!. Cuando no existen,  el engranaje social se hace antipático y desabrido, se acumula la fatiga que carcome la paciente resistencia de cuantos luchan por sostener el Estado de bienestar y no tardarán en acordarse de Cicerón, harto de Catilina (63 a. C.) y su falso republicanismo
– Es usted coautor del libro La Formación del Profesorado escolar: Peones o profesionales (1970 – 2015). ¿Cabe mezclar en el mismo saco la educación del franquismo (1970-1975) con la de la democracia (1976-2015)?
– Ser coautor es algo complicado, pero tiene ventajas para el posible lector con ganas de que no le tomen el pelo. Se aprende mucho y es una manera de evitar el fanatismo, esa lacra que, como escribió Amos Oz, se construye cuando todo el mundo grita y nadie escucha. De este modo, este libro sólo es un ensayo que pretende ser independiente y veraz, nada más. No trata de ser “la historia” del asunto, bastante más larga y compleja,  exigida, además, de una distancia más razonable para lo acontecido en los últimos años del análisis. En cuanto a la segunda parte de su pregunta, no hemos tratado de “meter en el mismo saco” una etapa y la otra. Casi la mitad del libro la ocupan referencias a cuestiones muy anteriores a esas fechas, porque nos pareció primordial para enmarcar el estudio: vienen de antes de 1851 y pesan todavía, no han pasado. De otra parte, en Historia –a diferencia del periodismo y de muchas novelas sedicentes históricas-, es imprescindible distinguir entre tiempos largos y cortos si se quiere explicar lo sucedido con la máxima veracidad y rigor. En las sociedades humanas, lo habitual son los ritmos muy dispares y las grandes contradicciones; el transcurso cronológico no necesariamente implica avances. También hay estancamientos y retrocesos, y las desigualdades se ven aumentadas si se comparan espacios o grupos sociales, o qué haya sucedido simultáneamente a hombres y mujeres.
– ¿Todo es revisable...?
–   Los historiadores son revisionistas en cuanto que todo investigador estricto y honrado está obligado a actualizarse. Pero, a menudo, este afán puede producir la ignominia, pues también en Historia existe ese amarillismo que usted conocerá: en 1895-98 Randolh Hearst fue un maestro en EEUU, P. J. Goebbels lo modernizó  en Alemania entre 1933 y 1945  y ya no ha cesado de verse en las políticas de comunicación, como todavía denunciaba Umberto Eco en su última novela, Número cero. Siempre hay alguien dispuesto a reinterpretar o fabricar un lamentable acontecimiento del pasado –o de hace unos minutos- de modo que no le prive de una buena prebenda o le arruine un buen titular. Para nada le importa el fraude ni si colabora a la ignorancia colectiva… Valga esta aclaración para añadir que en nuestro ensayo explicativo no “mezclamos” nada. Todo transcurre en una secuencia cronológica larga con distintas etapas, como la vida de cualquier persona. Cada una es analizada sin el filtro de teorías prefijadas...  A estas alturas, por otra parte, ni nos paga nadie ni no nos han merecido crédito quienes dicen que la Transición fue una ruptura: la bibliografía especializada es muy sólida.
El franquismo trató de controlar en su totalidad la vida de las personas y, durante sus 40 años oficiales, hizo estragos
– ¿Qué queda del franquismo en la educación en España?
– Hace diez años, Ramón Cotarelo lo contó en Memoria del Franquismo. Antes, González Duro analizó su influencia “inconsciente” –como psiquiatra que es- en La sombra del General. Y hace poco, en las páginas de MUNDIARIO comenté que Fernando Hernández (de la Autónoma de Madrid)acababa de escribir sobre la ignorancia de sus alumnos acerca de la Historia española de los últimos noventa años: son candidatos a profesores escolares. Para no minusvalorar esos residuos hemos de tener en cuenta que el franquismo trató de controlar en su totalidad la vida de las personas y, durante sus 40 años oficiales, hizo estragos. Es verdad que las vehementes violencias de sus adeptos se aminoraron después de los primeros 20 años, pero en lo que a Educación se refiere, tal vez fueron peores los veinte que siguieron. Silenciaron el pasado y muchas situaciones creadas al principio empezaron a verse como algo “natural”, y después de una masiva propaganda, incluso como “grandes logros” o “avances”. Si descreer de ello lleva su tiempo, más llevará deshacer los nudos centrales que la desmemoria acentúa: huir del pasado es un error grave. Me ha tocado de cerca el Alzheimer y he aprendido que, si algo nos hace personas –o ciudadanía responsable-, es la memoria y no la “dictadura del presente”: imposible aprender sin recordar.
– ¿Queda un cierto humus...?
– Muchos pormenores del sistema educativo actual, de los currículos, de las normas de organización internas de los centros y hasta de la pedagogía –el meollo de qué y cómo enseñar– todavía transpiran ese humus cuasi geológico. La segmentación del sistema educativo en redes diferenciadas –privada, concertada y pública–  fue vigorizada ampliamente en esos 40 años y, como puede leerse en la documentación del libro, se puso especial énfasis en que cambiara la preparación y funciones de maestros y profesores, causantes de pautas culturales que persisten. Los efectos de aquella política son visibles todavía en el PIAAC-2016 que, al evaluar las competencias de nuestras generaciones adultas, muestra la enorme falla en lectoescritura de los mayores de 60 años. Muchos ni escuela tuvieron y, si  hasta 1989 no se logró escolarizar a todos los menores de 14 años, los niveles educativos y culturales de las cohortes anteriores fueron mucho peores.  En muchas familias en que era muy difícil la mera subsistencia, el valor de la educación, la lectura o la cultura, era nulo. A pocos le importó.
– ¿Habla de depuraciones?
– Julia Varela, catedrática de Sociología en la Complutense, lo ha contado muy bien en un libro de gran interés. Se titula A Ulfe, topónimo próximo a Chantada en que Julia Varela entrevista a personas mayores, que cuentan a qué tipo de escuela pudieron ir y qué maestros tuvieron. Buen cuidado habían tenido los vencedores de la guerra en apartar –precisamente con depuraciones sistemáticas- a una generación de maestros, profesores e investigadores muy bien preparados. No se puede pretender, por tanto, que lo acontecido a varias generaciones de españoles, particularmente entre 1936 y los años cincuenta, no tuvo repercusiones. Hay otros aspectos en que aquel oscuro pasado enlaza con el presente, pero este es el causante principal de muchos atrasos y rémoras que se infligieron al sistema educativo de una España que había elegido democráticamente modernizarse. Nuestra impresión –el libro lo hemos escrito entre dos- es que los mínimos de recuperación educativa no se lograron hasta entrados los ochenta, con grandes diferencias según lugares y sexos, y con nuevos problemas a resolver.
Al hablar de nacionalcatolicismo no han de mezclarse churras y merinas. Creyentes hay que nada tienen de la ideología que dio cobertura al franquismo
¿Hemos superado el nacionalcatolicismo?
– Así, en abstracto, hay muchos aspectos sociológicos en que los ciudadanos experimentaron que esa coerción cultural fue cediendo. Desde los años sesenta, cuando el enorme proceso urbanizador dejó atrás la vida rural, pegada a formalidades en que el rigorismo católico lo saturaba casi todo. También el Concilio Vaticano II contribuyó lo suyo a que la anterior mentalidad de “cruzada” entrara en crisis. De ahí a que sólo un 22% de jóvenes decida actualmente casarse por la Iglesia, es evidente un largo proceso secularizador inacabado, en que Alfonso Pérez Agote distingue fases bien diferenciadas (Cambio religioso en España: Los avatares de la secularización. 2012).
– Vayamos por partes: la educación...
–  En el campo educativo, se ve bien cómo, de fondo, persisten en el BOE las clases de Religión –y el papel que les reconoce la LOMCE– o los Acuerdos de 1979 con el Vaticano. Esa situación, de pasado nada pacífico, fortalecida económicamente en 2007, afecta a muchas  áreas de lo público. Gran parte la paga Hacienda y, dígase lo que se diga con exquisita terminología jurídica, es un paisaje residual. De todos modos, creo que en educación lo principal es que, servatis servandis, esa estructura jurídica sigue sosteniendo pautas de la etapa franquista, cuando estudiar suponía para la inmensa mayoría de los pocos que pudieron hacerlo pasar por colegios religiosos o, para los de origen humilde, por seminarios y conventos. En 2017, este panorama es distinto y el de la creencia también; ahí sigue, pese a ello, lo religioso como “lugar social privilegiado” para educar niños y adolescentes. A muchos neoliberales les sirve de ariete privatizador de la educación pública, mientras a los más creyentes les extraña ese maridaje eclesiástico en formato “misionero” decimonónico, especialmente el empeñado en sostener colegios diferenciados, exclusivos incluso, para grupos que pueden pagárselos sin auxilio eclesiástico. Ese supuesto “trabajo social” –o hipotético “apostolado”– distorsiona el austero mensaje evangélico: quienes de verdad necesitan de los supuestos buenos oficios educativos de estos congregantes suelen vivir en zonas donde, si no fuera por la escuela pública, nadie les enseñaría. ¡Claro que hay excepciones y bastante eminentes!, pero no son la regla, y menos en fundaciones que juegan con dos barajas.
– ¿Y en los libros de texto?
– En los libros de texto, el residuo nacionalcatólico es similarmente prolongado. Si usted repasa los libros de religión desde la Transición, tendrá un documento de primera mano para ver que apenas han cambiado nada, cuando no han empeorado. Emilio Castillejo Cambra lo ha estudiado detenidamente (2012).
– En la Iglesia tampoco todos serían iguales...
– En efecto, al hablar de nacionalcatolicismo no han de mezclarse churras y merinas. Creyentes hay que nada tienen de la ideología que dio cobertura al franquismo. Tampoco es igual lo que muchos cristianos y curas de a pie hacen y lo que sus jerarcas dicen, sin contar que, entre estos, los contrastes no cesan. Cáritas lo ejemplifica bien: sólo recibe un 6% de lo que de la casilla del IRPF percibe la jerarquía católica, que privilegia, en cambio, a un medio de propaganda con bastante más, pese a pérdidas millonarias, programas más adormecedores que “edificantes” y un raquítico share.
Tanto afán legislativo partidista es posible que surja de una taumatúrgica fe ancestral en la ley por la ley o que sea una triquiñuela tranquilizante para descansar después de sacar otra adelante
– Usted se plantea un estudio histórico para dar cuenta de la densa legislación (LGE, LOECE, LOGSE, LOMCE) que ha generado el sistema educativo español en los últimos cuarenta y cinco años. ¿Demasiadas leyes y pocos resultados?
– Hay más documentos, pero hemos empleado la legislación sobre todo. Cualquier lector puede contrastarla desde Internet. La de las comunidades aparece poco; nos hemos centrado mucho más en la generada desde el Ministerio de Educación, expresiva del discurso hegemónico de las políticas educativas: las leyes orgánicas -algunas más de las que menciona- se completan con normativa de menor rango para desarrollarlas.
– ¿Muchas leyes en todo caso?
– Valorar si son demasiadas las producidas desde 1970 permite muchas hipótesis, incluso si se relaciona la cantidad con “los resultados”. La explicación histórica ayuda a entenderlo mejor, si no se olvidan las variopintas maneras de entender la educación en un país donde “lo normal” ha sido que, si no todos han podido ir a la escuela, estudiar fue más raro hasta casi los años 90. Para algunos, sin embargo, lo logrado por este volumen legislativo ya está de más e, incluso, debería olvidarse lo que a los de mi generación les ha tocó vivir. Para muchos otros, sólo habríamos alcanzado una parte de lo que debe dar de sí la universalización de la enseñanza hasta los 16 años. Y en esta segunda vertiente, el descontento da cabida a muchas otras opiniones, entre las que destacaría dos núcleos. Por un lado, el de los que entienden que “los resultados” son categóricamente malos porque nuestros jóvenes no son suficientemente competitivos; por ello reiteran lo de la competitividad, esfuerzo, calidad, cheque escolar y conceptos semejantes, que casi siempre acaban en reducir “costes” y privatizar. Otros, en cambio, entienden que a la educación generalizada le falta todavía mucho recorrido para que pueda decirse que ha extendido a todos las capacidades de humanizar la vida y que se aprecie positivamente el conocimiento como centro de la convivencia comunitaria.
–  Pero hay marcos conceptuales distintos...
– Evidentemente, los “resultados” a que se refieren unos y otros remiten a marcos conceptuales distintos. Quiérase o no, como todo lo que  atañe a la calidad de vida, educar no es verbo que se  conjugue sin tiempos, a caballo de un no-presente inodoro, incoloro e insípido.  Y, por consiguiente, la sintaxis educativa que cada cual  insiste en reclamar como la mejor, da como resultado estos vaivenes legislativos alternantes. Esto quiere decir que no todas las leyes son iguales y que, si bien es verdad que con buenas leyes se puede educar mal y viceversa, una ley justa que partiera de un buen diagnóstico y de acuerdos en asuntos primordiales que garantizaran los intereses públicos, duraría un tiempo razonable y haría avanzar mucho una calidad educativa generalizada.
– Entonces, ¿a qué se debe tanto afán legislativo?
– Tanto afán legislativo partidista es posible que surja de una taumatúrgica fe ancestral en la ley por la ley o que sea una triquiñuela tranquilizante para descansar después de sacar otra adelante. En la duda de si son ambas cosas, lo cierto es que se trata de un modo de hacer política muy viejo, más arraigado de lo que podamos pensar usted o yo. El primer ministro propiamente tal que tuvo España en Educación fue Don Antonio García Álix, un conservador regeneracionista que tan sólo ejerció como tal entre el 18 de abril de 1900 y el 6 de marzo de 1901. En tan breve tiempo emitió, con gran disgusto de quienes no querían que regulara nada, 308 normas de distinto calibre jurídico. El problema estuvo en lo poco que duraron.  Y a su sucesor, el liberal Álvaro de Figueroa y Torres –que apenas duró otro año-, todavía le fue peor al intentar racionalizar el furor de lo privado, como contaría la hispanista Yvonne Turin en un magnífico estudio, editado por Aguilar en 1967.

– En educación, ¿por qué vamos a ley por partido en España?
– Nunca he militado en ningún partido político y no tengo conocimiento directo. Probablemente, y sin entrar en que el de la educación es un ámbito de posible negocio con muchos pretendientes, todavía es uno de esos espacios simbólicos relevantes en que se juega una concepción de la sociedad y del mundo. Suele decirse que es como dotar a los más jóvenes de unas gafas con que mejor ver, entender y relacionarse, y más lo es si, de paso, se tiene en cuenta a quienes quieren que sean anteojeras. Es asunto antiguo, más disputado desde Trento, porque detrás de la educación sigue habiendo un gran espacio de poder. Hasta ahora, en España, sólo hemos logrado escribir juntos el artículo 27 de la Constitución, documento que no todos firmaron, pero es el único pacto educativo que ha habido. Fue una de la más difíciles decisiones del debate constituyente que trató de poner paz en una auténtica “guerra escolar” entre tendencias muy enconadas que venían del siglo XIX. Si ese artículo se lee a la luz de cómo ha dado  lugar a partidismos contradictorios, es comprensible que hayan aumentado las voces de quienes dicen que, tal como está redactado, debería revisarse. La ambigüedad  de su redacción y el poco cuidado en vigilar la lealtad de la legislación subsiguiente lo hacen discordante con los intereses del bien común, por amparar –dicen–  privilegios que un Estado democrático no debiera, y menos en medio de una crisis como la actual. Este desacuerdo de base es el causante de que cada partido alternante en el Gobierno trate de configurar a costa de la educación su imagen diferencial ante posibles votantes. No es que no se haya hablado de consenso sino que no ha interesado, sobre todo al PP.
– En la economía no parece pasar lo mismo...
– Así es, esta continuada accidentalidad no es tan observable en economía, donde las distinciones son mucho menores y hacen dudar seriamente del papel que juegan los políticos. Como dice el poeta Antonino Nieto (Escaleras del aire), “si la economía es una y nada se puede hacer, ¿cuál es entonces su papel?”.
Me habría gustado que mi país hubiera tenido la historia educativa de Francia,  desde Condorcet.
Ya no es posible, pero, como tampoco me disgusta la que tienen ahora, si la magia de una meiga me asistiera matizaría bastantes aspectos con buenas prácticas de Dinamarca, Alemania o Finlandia
– ¿Qué país o países podría tomar España como referencia para tener una educación en condiciones?
– Hoy manda la ideología de la globalización económica. Quiérase o no, la van imponiendo los que mandan en la economía, cuyo vocabulario ya atraviesa el lenguaje especializado de educación. Al margen de trayectorias individuales, como las de muchos de mi generación por empeño de nuestros padres, los sistemas educativos siempre han sido en gran medida clones del económico, más todavía que del estrictamente político. La gran mayoría de las familias, y de los países, no puede elegir: de poco les vale lamentarlo. De los años cuarenta a setenta, a muchos les hubiera encantado haber podido escoger los maestros y profesores que no tuvieron, cuando los mejores se habían tenido que exiliar o los medios económicos eran tan rudimentarios que ya era mucho poder estudiar como fuera. También les hubiera gustado que, en 2017, en España se leyera más:  un 40% de los ciudadanos  dice no leer nunca nada y las gamas de lectura de otros segmentos equivalen a casi nada. Pero todos opinan de casi todo….y tienen milagrosas recetas para mejorar la educación. Como si fuera un robot al que se le da a un botón y ya está.
– Pero no me habla de ningún país en concreto...
–  Educar de uno u otro modo no es fácilmente trasplantable de uno a otro país sin adaptaciones, entre otras razones, por herencias culturales distintas. Por gustarme, me habría gustado que mi país hubiera tenido la historia educativa de Francia,  desde Condorcet. Ya no es posible, pero, como tampoco me disgusta la que tienen ahora, si la magia de una meiga me asistiera matizaría bastantes aspectos con buenas prácticas de Dinamarca, Alemania o Finlandia. En este último país, aunque después de bajar en el preciado ranking de PISA ni sepan qué ya no hacen tan bien como se decía que hacían, su enseñanza pública da cobertura a casi el cien por cien de estudiantes. Dicho todo esto, en esta España de la que Machado tendría tantas cosas que repetir, hay sobradas experiencias, personalidades de valía y magníficos profesores a los que dar voz. Serían hoy magníficos ejemplares de la buena educación que Don Antonio amó en su Juan de Mairena. Incluso siguiendo los estándares que marca PISA, hay aquí amplias zonas donde superamos los supuestos “buenos resultados” de la media de países OCDE. Si se leyeran debidamente esos Informes, y no sólo desde el 2000 sino desde el The OECD Mediterranean Regional Project (1964), se vería que los probables “malos resultados” de nuestros adolescentes obedecen más a razones históricas de ese pasado aludido, que a maldades apocalípticas del sistema. Una cosa es corregir y otra dinamitar lo construido con gran sacrificio.
Gobernar bien no significa saberlo todo o que solo haya de oírse a los amiguetes y a los intocables lobbys con derecho de pernada prorrogado
– ¿Qué papeles deben tener el Gobierno y las comunidades autónomas en materia educativa?
– Alguien representativo debe legislar. La cuestión es que legisle bien y, ante todo, que antes de legislar y gobernar, sepa escuchar la gran pluralidad de lo que está en juego en un país que, además de desigual, es muy diverso. Gobernar bien no significa saberlo todo o que solo haya de oírse a los amiguetes y a los intocables lobbys con derecho de pernada prorrogado. El gran problema es qué hacer con todos los menores de 16 años escolarizados. No es poco para quienes hemos vivido profundas carencias, pero desde hace mucho lo significativo es qué sabemos hacer, como Estado democrático de 2017, con ese preciado tiempo de nuestros jóvenes. El liderazgo ineludible para que no se convierta en guardería ociosa de antojadizos, corresponde al Gobierno, a las Comunidades y a sus Universidades complementados entre sí, no a los negocios privados, cuyos intereses –particulares- habrán de encauzarse de modo que no perjudiquen al bien común.
– Pero todo sería mejorable...
– Todo es mejorable de continuo. A la experiencia del Estado autonómico le sobran duplicidades y fastos banales cuando no se atienden con dignidad cuestiones indispensables como Sanidad y Educación. Un asunto perfecto que requiere más sintonía y cuidado es el de la formación del profesorado escolar. Maestros y profesores son componente principal de una buena enseñanza; no hay ley que se precie que no reconozca que su posible éxito se supedita a los encargados de llevarla al aula. La pregunta, pues, es qué hace el Estado o la Comunidad Autónoma -en la parte que le corresponda- para que esa lógica funcione. Y la dura verdad es que muy poco ha puesto de su parte. En muchos sitios, la dejación ha hecho desaparecer del presupuesto estas partidas, igual que ha recortado salvajemente todo lo demás a cuenta, sobre todo, del sobreesfuerzo de los que mantienen su puesto de trabajo. Por otra parte, las Universidades -dependientes de las Comunidades en gran medida, y responsables de las titulaciones exigibles para enseñar-, en tantos años ni han mejorado sensiblemente la profesionalidad de los egresados ni, por otra parte, son actualmente el mejor ejemplo de Alma Mater. En nuestro libro concluimos que la actual formación del profesorado es otra mala herencia que viene de muy atrás, pese a ser es algo muy relevante a trabajar de modo sensiblemente distinto al existente. Si se quieren buenos profesionales y no meros peones –que parece ser la tendencia-, también en esto son imprescindibles  paciencia y constancia, en la confluencia transversal de estos agentes implicados.
– ¿Estamos realmente ante una nueva oportunidad paras seguir dialogando sobre el presente y el futuro de la educación en España?
– Bueno, se subordina a lo que entendamos por “diálogo” y por “educación”, palabras con muy diversas connotaciones. Pero si lo que le interesa es qué opino de lo que pretende el Gobierno actual, en los artículos últimos para este periódico he tratado de clarificarlo. Dialogar es lo que, supuestamente, en toda democracia hay que hacer siempre.  Pero eso supone hablar, no dar voces para imponer, y respetar al adversario, quien no por serlo es un enemigo sino alguien que puede tener muchas luces.  Lo correcto, pues, sería desdecirse previamente de lo que a todas luces haya sido metedura de pata. Y a la luz de lo que ha expresado el Gobierno al término de la propia Conferencia de Presidentes del pasado 17 de enero, no parecen dispuestos a renunciar a su LOMCE, donde han logrado plasmar lo que, desde los años 80, anhelaron en sucesivas aproximaciones desde aquella LOECE de UCD. Tampoco parece que vaya a desconvocarse la huelga general del próximo nueve de marzo contra la Ley Wert. Estoy seguro de que el partido del actual Gobierno tiene más memoria y obstinación de la que aparenta en este momento de postizo “diálogo”. Más, incluso, que muchos partidarios de una ensimismada socialdemocracia que ha ido cediendo espacio a sus pretensiones desreguladoras de lo público. Cuando se oye, una vez más, a Esperanza Aguirre con sus enmiendas a la ponencia educativa del próximo Congreso del PP, resuenan la Thatcher y el Reagan de los ochenta, y se constata que no ceden en su cantilena. Las iniciativas de Betsy Davos, la millonaria que se ha hecho cargo de las principales políticas federales en EEUU en Educación les animarán más. Nunca se puede echar en saco roto, además, que en España llevan con la misma canción desde Fernando VII, con leves modulaciones que no han modificado el marco conceptual. Puede leerse en Blanco White (1775-1841), que vio muy claro lo que vivirían las generaciones anteriores a nosotros y también la nuestra.
En la LOMCE se habla principalmente de 'servicio público' y, que yo sepa, nada de 'escuela pública'
– Dicho en pocas palabras: ¿se ha despojado la educación pública de su pasado ominoso?
– La brevedad, como ya va viendo, se compadece mal con lo complejo. La educación en el Estado español tiene importantes variaciones de unas comunidades a otras y estas tienen una historia mucho más corta que la del tiempo historiado en este libro. Rondan de promedio un 30% de sus presupuestos, pero las variaciones de gestión son muy significativas. De todos modos, cualquier respuesta sería imprecisa si para definir el grado en que haya desaparecido o no lo “ominoso” no afinamos en cuanto a qué sea “Educación pública” o “Escuela pública”, conceptos a menudo contaminados de significados espúreos. Para ser precisos, y según Manuel de Puelles, gran maestro en este asunto, en la Historia de la Educación española sólo ha habido un breve momento en que el Estado se ha preocupado seriamente de “la educación pública”, el de la Segunda República. La Constitución de 1931, los presupuestos, la construcciones escolares, las iniciativas que pusieron en marcha para formar mejor a maestros, profesores e investigadores –en poco más de dos años, porque no les dejaron más- son aspectos suficientemente significativos del esfuerzo desarrollado, capaz de sustentar esa afirmación. Jorge de Hoyos, estudioso del exilio español en México y EEUU, también lo recuerda en un reciente libro: ¡Viva la inteligencia! (2016).
– ¿Servicio público, escuela pública... son lo mismo?
– La actual “educación pública” no pasa de ser un “servicio” financiado y controlado por el Estado con un sistema que sigue teniendo una estructura divergente de base. Por eso, en la LOMCE se habla principalmente de “servicio público” y, que yo sepa, nada de “escuela pública”. Todo queda así más tecnocrático y elude la óptica de si lo que se enseña y cómo se enseña en los tres segmentos de este sistema educativo –público, concertado y privado-, es lo que realmente necesita la ciudadanía actual para entenderse mejor en el mundo en que vivirán. De base, que todos los y las menores de 16 años estén escolarizados no implica que reciban la misma educación ni, por otra parte, que la situación no resulte privilegiada para unos y “ominosa”, por tanto, para quienes asisten a los actuales centros públicos. Nuestra Constitución de 1978 legaliza, de este modo, la divergencia estructural del sistema educativo desde niños o, para ser exactos, desde antes de nacer. En el Uruguay de 1877, José Pedro Pérez Varela, responsable de la Ley de Educación Común tenía claro que sólo se mira como iguales a los que han compartido pupitre en la escuela.
Casi todos los indicadores existentes dejan fuera muchos de los ingredientes más relevantes del sistema educativo
– Son muchos los indicadores sobre educación, PISA entre ellos. ¿Con cuáles se queda usted?
– Es importante tener indicadores. Lo curioso es que casi todos los existentes dejan fuera muchos de los ingredientes más relevantes del sistema.  PISA permite enterarse de lo que a la OCDE le interesa: cómo va la “literacia” de los quinceañeros. Igual suele suceder con otras evaluaciones externas, erigidas luego en baremos competitivos, como si de la liga de Champions se tratara. Investigadores especializados como José Saturnino le sacan bastante partido pese a todo. Lo malo no es que existan evaluaciones, que deben existir aunque de otro modo. Pero la más famosa, y las que la imitan, valen poco para lo que dicen que valen: no entran en la dinámica interna de lo que sucede en la clase ni en el trabajo de aula propiamente tal. Y no  van a mejorarse. Tenga en cuenta que a muchos políticos les sirven de pretexto para iniciativas desconectadas de las necesidades que debieran atender. Además, hay mucho dinero por medio y, en este momento, este juguete ya tiene puesto el ojo en la Universidad.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que en una buena educación entran muchos factores, muchos de los cuales no son aprehendidos por estos sobredimensionados informes. No le importan nada y en EE UU donde han nacido, lo saben desde hace mucho y son muy criticados. Como la estadística, la sociología y muchos otros saberes, su valor depende de los servicios que prestan: a qué y a quiénes. Desde luego, a los colegios y profesores estos informes y estándares indicativos no les ayudan a mejorar su trabajo cotidiano. Julio Carabaña, buen conocedor de PISA, lo ha escrito recientemente en su libro: La inutilidad de PISA. Otra cosa es que valga a las Administraciones para presionar a profesores y maestros e incrementar sus niveles de estrés como en las grandes empresas. Les coartarán más para que obedezcan a directores ansiosos de agradar a instancias que, en último término, se pierden en el anonimato multinacional.
– ¿Todo es culpa del neoliberalismo?
– Si seguimos con esta dinámica destemplada del neoliberalismo, a estos peones y sus capataces les sucederá, a medio plazo, como a muchos colegas americanos: las evaluaciones estandarizadas no han mejorado la enseñanza del país pero justifican  penalizaciones pecuniarias a quienes no logren el estándar deseado de la peonada. Bastantes ejecutivos de afamadas multinacionales se han suicidado a causa de este tipo de presiones externas capaces de anular su autoestima. Por eso y por algunas otras razones, Roger Shanck dijo que “la evaluación mata la educación”. Lo que no quiere decir que el gasto público en educación, como en cualquier otro capítulo presupuestario, no requiera control y explicación. Es lo mínimo que se debe hacer con el dinero de todos.
– ¿Es hoy usted más optimista que cuando empezó a luchar por la educación pública de calidad en España?
– No lo sé. Después del triunfo del nacionalpatriotismo salvador de Trump en EE UU, de la vergonzosa actitud europea con los refugiados y de otras sinvergonzonerías de codiciosos señoritos autóctonos, renegaré pronto del optimismo de quienes no harán nada para que el panorama deje de ser tan poco atractivo. Por casualidad, empecé a dar clase en la enseñanza privada sin que nadie me preguntara si era optimista: se presuponía. Y por azar, pude empezar a trabajar en la pública desde 1977, cuando se abrieron más centros. Con ello quiero decir decir que en  unos y otros claustros encontré de todo y, fortuitamente, siempre pude guiarme por personas acreditadas por su buen hacer y en tensión por que el sistema educativo fuera distinto, consistente y sin exclusiones ligadas a las economías familiares. A ninguna le habían enseñado a ser “buen profesor”: se lo habían currado, voluntariamente, a cuenta de su tiempo y de compromiso con el trabajo bien hecho. Ahí pude descubrir que la desigualdad educativa no concierne tanto a personas concretas –que también- cuanto a las estructuras con que está construido el sistema educativo. Respecto a que estas cambien pronto, soy menos optimista de lo que fuimos muchos en los años ochenta. Aquella presunta “modernidad”, como analizaría el recién fallecido Zigmunt Bauman, era absolutamente “líquida”.
A uno de cada tres de nuestros pequeños y adolescentes le ronda el hambre y la exclusión: son los sujetos primordiales del 'fracaso escolar' 
– ¿Hay realmente desmantelamiento del Estado social?
– La pelea de fondo que nos tocó ha sido siempre la de la calidad democrática que, en educación, se advierte enseguida: la mediocridad salta pronto y los atajos no pueden ocultarse sin fraude y corrupción. Y a todo esto, los complicados retos pendientes en la educación española acontecen en un contexto que no facilita el entusiasmo. Claro que estamos asistiendo a un ciclo de desmantelamiento del Estado social y, si los ciudadanos no se lo toman como algo que atañe a sus vidas, es muy probable que dentro de veinte años en trabajo, salud, educación, pensiones o dependencia, nada será como soñaron los padres y abuelos de la generación más joven actual. La demografía, como ha denunciado Sergio del Molino en La España vacía (2016), ya lo viene expresando calladamente con  aldeas vacías: Galicia pronto habrá perdido  245.000 habitantes y tiene comarcas donde por cada niño que nace mueren tres adultos. Nada de esto es anecdótico y tampoco lo es que la situación ambiental sea tan inquietante: el tempero no pinta bien, que diría un agricultor. Vea cómo la violencia de género –tan expresiva del nivel educativo de un país- sigue mostrando tan sangrantes asimetrías en cuanto a dignidad personal. Y no pierda de vista esa lentitud secular en lograr que vivir sea algo más que subsistir: si en 1870 no alcanzaban a un 10% las mujeres que sabían leer y escribir, en  1989  apenas habíamos logrado que todos los y las menores de 14 años estuvieran escolarizados: después de 119 años. ¿Y ahora? Si lee los Informes de Cáritas o de Save the Children, verá que a uno de cada tres de nuestros pequeños y adolescentes le ronda el hambre y la exclusión: son los sujetos primordiales del “fracaso escolar”. ¿No cree que sus papás estarían encantados de poder ejercitar  esa “libertad de elección de centro” que, según algunos, es el gran problema de la Educación española?
– ¿Y usted no cree que hay que mantener el optimismo?
– Bueno, venimos de una larga pugna por una educación para todos más digna y  queda por delante un dilatado proceso de metas sin pausa a ir logrando entre todos con paciencia. De otro modo, de arriba-abajo como hasta ahora, seguirá siendo un sinsentido y la educación democrática tendrá los días contados. Esté seguro, además, de que nunca estará terminada esta marcha, porque siempre deberá perseguir nuevos retos en la superación de las desigualdades múltiples que nos acechan. E igual debiera suceder con la formación del profesorado, que, a estas alturas, no puede seguir condicionando la calidad educativa según la “vocación” voluntarista de cada enseñante y sin compromiso sólido del Estado. En fin, esta es una historia colectiva: que yo pueda ser hoy más o menos pesimista que cuando empecé en los años sesenta es indiferente; pese a los muy optimistas, no dejará de suceder lo que está sucediendo.


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